Teología Para Todos

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Dios, la Patria y la anarquía cristiana.

Una introducción al concepto del ciudadano y del Estado.

Hemos hablado tanto de la política y los menesteres de la tierra, que sería bueno dedicar una breve temporada también a la política celestial. Es decir, estudiar un poco acerca de qué lineamientos, derechos, libertades y obligaciones se compone el “reino de los Cielos”. Y, creo que este mes de octubre, mes de la Reforma Protestante, es buen momento para estudiarlo. Claro está, también considerando que ya ha pasado el mes patrio en México -porque llegaremos a conclusiones que podrían ser sensibles en tan sacro mes para nosotros, los hijos del maíz, como lo es septiembre-.

Lo anterior porque, lo primero que hay que tocar es la definición de nuestro Estado, nuestra Patria Celestial y, como nuestro punto de comparación será el país donde vivimos, puede que dos o tres comentarios puedan ser agridulces a los más patriotas de entre los que nos congregamos en estas letras a estudiar de Dios. Comenzaremos delimitando y definiendo nuestra ciudadanía terrenal y cómo es que, tanto los derechos que nos protegen, así como las responsabilidades que nos corresponden, no anteceden a nuestra ciudadanía verdadera ciudadanía, la celestial (Fil. 3:20). 

El concepto del «ciudadano» en la tierra.

Comencemos por el concepto del ciudadano. Perez (2002) define al ciudadano en sus términos naturales -es decir, sin leyes que lo definan como tal- es un factor innato y necesario que determina la inserción del individuo en el grupo étnico y/o cultural al que pertenece. Es decir, la ciudadanía es el distintivo que porta todo aquel que pertenece a una comunidad en particular. Así también, otra definición provista es un vínculo originario y necesario de relación entre la comunidad y sus miembros… el corazón mismo de nuestra vida (ibid.)

En cristiano, la ciudadanía es el distintivo único que identifica a una persona como parte de una sociedad en particular. En el caso mexicano, el ciudadano es alguien que haya nacido en territorio mexicano o en embarcaciones o aeronaves mexicanas, nacido de padre o madre mexicanos, naturalizados por extensión de carta o por matrimonio con algún ciudadano. No hay otra forma en que cualquier hombre o mujer, residente, visitante o foráneo, pueda ser considerado mexicano.

Éste carácter de ciudadanos nos garantiza derechos y nos sujeta a obligaciones. Todos ellos consagrados en la vigente Constitución Política. Y esto nos lleva a un cuestionamiento muy particular porque, por alguna razón, permitimos que aquél escrito humano, que tiene apenas ciento diecisiete años de vida, sea nuestra norma de vida y práctica dentro del territorio nacional, ¿por qué? ¿por qué estudiar todo esto? La razón es una. El concepto del ciudadano no tiene ningún sentido -en tanto a lo ontológico, es decir, en su esencia- dentro de un Estado laico. Y me permitiré explicar por qué.

La paradoja del «Estado» en la tierra.

Muchos confunden la laicidad. Aunque debemos reconocer que el término laico ha tenido bastantes significados (Boyero, 2013), el principal y persistente ha sido el etimológico que simplemente alude a que el gobierno se compone de hombres -y mujeres- que no ejercen el sacerdocio, mas no necesariamente sin credo alguno. Es decir, un gobierno compuesto por hombres que pueden ser creyentes, pero que no son ministros del culto que profesan y, en términos contemporáneos, que no mezclan su credo con el ejercicio de su deber cívico.

Por otro lado, la idea de un Estado sin religión, o que requiere la negación de la fe, es contemporáneo, siendo concebido en la Revolución Francesa (Idzerda, 1954). En la République Française, en la obsesión de Robespierre y Danton por que la iglesia no metiera sus sucias y usureras manos en la Administración Pública, optaron por la instauración del denominado Culto del Ser Supremo. Este, aunque parece el nombre de otra denominación cristiana, era realmente una destrucción total del concepto religioso, para reemplazarlo con una total -y bastante ciega- fe por el Estado mismo.

Si creen que estoy loco, permítanme citarles algunas palabras de Robespierre mismo (1997 ed.) en su discurso del 7 de mayo ante la Convención Nacional Francesa. En esta, Maximiliano R. exulta «Recibe el sacrificio de todo mi ser; ¡feliz el que nace en medio tuyo! ¡Aún más feliz es el que puede morir por tu felicidad!» refiriendo la virtud que el hombre tiene al morir por la patria, algo sospechosamente cercano a las Palabras de Cristo (Mt. 10:39; 16:25; Mr. 8:35; Lc. 17:33; Jn. 12:25 cp. Mt. 5:11-12; Hch. 20:24; Ap. 12:11); así también propone que los «fanáticos no [esperan] nada de nosotros; [así,] llamar a los hombres al Culto Puro del Ser Supremo es asestar un golpe mortal al fanatismo. Todas las ficciones desaparecen ante la Verdad, y todas las locuras colapsan ante la Razón», por ficciones y locuras entiéndase a la fe católico-cristiana.

Y así fue. La República introdujo una nueva religión que, hasta hoy -e incluso, por nosotros mismos- se practica. Ya no se cantan alabanzas a Dios (Sal. 68:4-6; Is. 12:4-6), sino se entona el himno nacional; ya no se juramenta fidelidad a Cristo (Ro. 10:9 cp. Mt. 16:16), se protesta lealtad a los símbolos patrios; ya no se leen las Sagradas Escrituras (1 Ti. 4:13; Dt. 17:19), se memoriza la Constitución; ya no hay catecismo religioso (Dt. 6:6-7; Ef. 6:4), hay educación laica y orientada a la exaltación del Estado. Todo esto nos permite concluir, sin lugar a dudas, que el Estado laico es -o mejor dicho, los Estados sin Dios son- en realidad, un intento humano de otorgar identidad a los hombres y, separando finalmente a la religión -a Dios, realmente- del concepto de identidad.

Ahora, con esto no estoy diciendo que debamos rebelarnos contra el Estado cívico e imponer una utopía anarco-cristiana -lo cual, por cierto, sería un oximoron-, somos llamados a someternos a nuestras autoridades civiles en favor de la Providencia Divina que ahí los puso (Ro. 13:1 cp. 1 Cr. 28:4; Pr. 8:15-16), ¡aún somos llamados a honrarlos (Ro. 13:7; 1 Pe. 2:13-15, 17) y pagar nuestros impuestos (Ro. 13:7 cp. Lc. 20:25)! Pero es importante que entendamos que nuestra ciudadanía terrenal obedece a un culto de lo humano, no de lo divino. Por ende, debemos poner un límite a lo cívico en la Tierra por priorizar lo espiritual en los Cielos. Dicho de otro modo, cuando hablamos de civismo, valores y estados, es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres (Hch. 5:39). 

El concepto del «ciudadano» en el cielo.

Porque nuestra ciudadanía está en los cielos, de donde también ansiosamente esperamos a un Salvador, el Señor Jesucristo (Fil. 3:20).

Notemos la absoluta diferencia que marca la πολίτευμα -lit. polítefma- de las ciudadanías terrenales. Algunos autores (Swanson, 1997) sugieren que éste término griego sencillamente significa ciudadanía o mancomunidad; sin embargo, Moulton y Milligan (1930) proponen que los textos de aquellos tiempos implicaban algo más parecido a una colonia o asentamiento. Es decir, la frase del texto ἡμῶν γὰρ τὸ πολίτευμα ἐν οὐρανοῖς ὑπάρχει -lit. porque nuestra ciudadanía en los cielos está- podría traducirse mejor como ‘porque nuestra colonia -refiriéndose a la comunidad de los creyentes en la tierra- es desde los cielos’. Esta segunda traducción coincide con el resto del verso, que apunta al origen de esta colonia como el lugar de habitación y procedencia de Cristo en su Triunfal Segunda Venida. Aprovechando que los hispanohablantes compartimos historia general con el Imperio Español, San Pablo está diciendo que la comunidad de creyentes en la tierra es una colonia, en este mundo terrenal, del Reino de los Cielos, ¡El Rey vino a establecer su Reino! (Mt. 4:17).

La importancia que esto tiene para el cristiano es crucial, porque entonces la ciudadanía que tenemos, cumpliendo la definición natural de ‘ciudadano’, sí tiene un distintivo característico que lo hace parte de la comunidad a la que pertenece; pero este distintivo no es algo artificial, como lo es en los Estados creados por los hombres. Nuestra ciudadanía celestial no la define el lugar donde nos registraron, la sangre de quienes nos anteceden, la persona con la que contrajimos matrimonio o nuestro tiempo de residencia. No, la ciudadanía celestial tiene origen en los cielos. Es decir, la ciudadanía celestial sólo se puede adquirir por nacimiento y, para ser más preciso, por nacimiento nuevo (Jn. 3:3 cp. 1 Pe. 1:3). Si Dios lo concede, en las próximas ocasiones estudiaremos las implicaciones que esto conlleva, tanto nuestros derechos como responsabilidades al ser ciudadanos de los Cielos. Pero, por ahora me gustaría abocar los párrafos finales, aprovechando que hablamos de los Estados humanos, en el Estado de los Cielos.   

La perfección del «Estado» de los Cielos.

Contrario a la fallida república establecida por los hombres, nuestra Patria Celestial es mil veces más gloriosa y majestuosa. La Patria de los Cielos es una Monarquía Constitucional. El Monarca es nuestro Dios, Rey y Señor sobre todo, la Bendita Trinidad (Ap. 19:16 cp. Sal. 72:11; Dn. 2:47; Fil. 2:9-11). La Constitución es Su Santa Palabra, Pura y Perfecta (Sal. 19:7 cp. Dt. 6:6-9; Jos. 1:8; Ro. 3:2). Su economía es la infinita riqueza de Dios (Ef. 1:7 cp. Ro. 11:33; Col. 1:27), en Él y por Él mismo (Ro. 11:36 cp. Sal. 33:6; Dn. 2:20-23; Mt. 6:13; Hch. 17:28), su política es la piedad, la caridad y la justicia (Stg. 1:17 cp. Gn. 41:16; Ex. 4:11; 1 Cr. 22:12; Pr. 2:6; Ro. 6:23; Fil. 1:29). Sus embajadas son las Iglesias alrededor de la Tierra (2 Co. 5:20 cp. Mal. 2:7; Jn. 20:21; Hch. 26:17-18; Ef. 6:20). Sus diplomáticos son sus maestros y pastores (2 Co. 2:17 cp. Hch. 20:27), haciendo eco de Sus Palabras (2 Ti. 4:2 cp. Jon. 3:2; Ro. 10:15) emitidas desde la -verdadera- Santa Sede, Su Presencia (Ap. 22:3 cp. Sal. 16:11; Is. 12:6; Mt. 25:21; Ap. 21:22). Su ejército es cada creyente (2 Ti. 2:3 cp. 2 Co. 10:3-5; Ef. 6:11-18; 1 Ti. 1:18), equipado con el Escudo de la Fe y la Espada del Espíritu (Ef. 6:16-17 cp. Gn. 15:1; He. 4:12; Ap. 12:11), para naturalizar a todos los extranjeros por medio del Mensaje del Evangelio (Mt. 28:19-20 cp. Is. 49:6; Hch. 1:8; 13:46-47; Ro. 10:18). Nuestro pasaporte es el Espíritu Santo con el que hemos sido sellados (Ef. 1.13 cp. Jn. 6:27; Ro. 4:11; 2 Co. 1:22; Ap. 7:2). Nuestra carta de derechos es Cristo mismo, de quien somos revestidos para ser llamados «justificados» delante de nuestro Dios (Ro. 5:1 cp. Hab. 2:4; Hch. 13:38; Gál. 2:16; Fil. 3:9). Nuestra bandera es el Arca (Gn. 7:1 cp. Lc. 17:26), la Escalera (Gn. 28:12 cp. Is. 41:10; Jn. 1:51), el Cordero Pascual (Ex. 12:3, 5 cp. He. 7:26; 9:13-14), el Maná (Jn. 6:35, 48-50 cp. Zac. 1:5), el Tabernáculo (Ex. 25:8-9 cp. He. 9:1-2, 11-12), la Roca (Sal. 118:22 cp. 1 Pe. 2:7), el León de la tribu de Judá (Ap. 5:5 cp. He. 7:14).

Cristiano ¡Este esta es tu Patria! ¡Este es el verdadero Estado al que perteneces! Aquí no festejamos la independencia, sino el ingreso (Col. 1:13). No buscamos el progreso ideológico, sino la permanencia doctrinal (1 Co. 2:2; Gal. 1:6-7). No escogemos a nuestros representantes, ¡Él nos escogió a nosotros! (1 Jn. 4:9, 19). Estoy agradecido con mi Dios por permitirme nacer en mi México hermoso, ¡pero más agradecido aún, sabiendo que nací de nuevo en el Reino de Cristo!

Y si he de tomarme la libertad de proponer un himno, ahora que hemos redescubierto nuestra Patria, invoco las notas de Samuel S. Wesley, bajo la incomparable letra de Samuel J. Stone y George P. Simmonds:

Es Cristo de su Iglesia el fundamento fiel; por fe y la Palabra, hechura es ella de Él;

Su esposa para hacerla del cielo descendió, Él la compró con sangre cuando en la cruz murió.

=

De todo pueblo electa, perfecta es en unión; y una fe confiesa, Cristo es su salvación;

Bendice un solo Nombre, la Biblia es su sostén; con paso firme avanza, con gracia y todo bien.

=

En medio de su lucha y gran tribulación, la paz eterna espera con santa expectación;

Pues Cristo desde el cielo, un día llamará; su Iglesia invicta, entonces, con Él descansará.

=

Con Dios, aquí en la tierra, mantiene comunión y, con los ya en el cielo forma una sola unión;

Oh Dios, haz que en sus pasos podamos caminar; que al fin contigo, oh Cristo, podamos habitar.

Amados hermanos, quiero insistir en mis palabras. No estoy llamando al anarquismo o a la renuncia a sus ciudadanías terrenales pero, que esta breve reflexión sea una prueba más de que nuestra política debe ser Cristo, nuestro mensaje debe ser la cruz, nuestro himno deben ser los salmos, nuestra esperanza debe ser la Gloria de Dios, porque nuestra Patria está en Su Presencia. Que entendamos que estamos en medio de una comunidad terrenal, pero realmente pertenecemos a una comunidad celestial (Jn. 17:16), somos súbditos de un Monarca al que le debemos eterna lealtad (Mt. 16:25). Citando al prócer mexicano Vicente Guerrero, pero aplicándolo al Prócer Celestial, Jesucristo: La Patria -celestial- es primero.

A Dios sea la Gloria.

Fuentes de Consulta.

  • Pérez Luño, A. E. (2002). Ciudadanía y definiciones.

  • Bovero, M. (2013). El concepto de laicidad.

  • Horowitz, I. L. (2011). Cult of reason and cries of rage. Society, 48(3), 259-263.

  • Idzerda, S. J. (1954). Iconoclasm during the French revolution. The American Historical Review, 60(1), 13-26.

  • Robespierre, M. (1997). The Cult of the Supreme Being. The Internet Modern History Sourcebook.

  • Swanson, J. (1997). En Diccionario de idiomas bı́blicos: Griego (Nuevo testamento) (Edición electrónica.). Logos Bible Software.

  • Moulton, J. H., & Milligan, G. (1930). En The vocabulary of the Greek Testament. Hodder and Stoughton.