Pastores Maquiavélicos I: Desde las bancas
Quisiera comenzar este artículo aclarando que éste no es, de modo alguno, una indirecta hacia mis autoridades eclesiales. Aunque, sí debo agregar que, si alguna de nuestras conclusiones hoy apuntan a actitudes que todos, como iglesia, podamos corregir, será bueno tomarlas, pues el objeto de este artículo es la edificación, no solo en lo académico, sino también en lo vivencial.
Dicho lo anterior, hablemos de los pastores. Estos hombres escogidos y delegados providencialmente por Dios para administrar su iglesia se preparan para imitar al Señor Jesucristo de palabra, pensamiento y obra, siendo vidas totalmente devotas al servicio de todos nosotros como sus hermanos. Sin duda, San Pablo no se equivocó al decir que dichos hombres son dignos de doble honor (1 Ti. 5:17), pues dejar todas las seguridades que un título o una profesión pueden ofrecer para oficiar la predicación de las Escrituras requiere un poco más que valentía, requiere al Espíritu Santo mismo llamándole y capacitándole (Gal. 1:15-16).
Tristemente, estos mismos hombres llegan a tomar decisiones y posturas que, antes que sensatas y cristianas, parecen más una calca de las actitudes de los papas medievales. Ya sea por un ego alimentado por la nobleza de la posición que ejercen -pues ciertamente es noble labor el administrar la Palabra de Dios- o nuestras múltiples flores y comentarios que los seducen a la vanagloria, virtualmente han convertido a la iglesia local en una monarquía absoluta, donde él mismo sirve de rey y los diáconos y maestros como su corte de consejeros. No obstante, por más consejo y sabiduría que la corte pueda proveer, el monarca pastoral siempre tiene la última palabra.
De este modo, quisiera hoy que identifiquemos a éstos hombres, sus actitudes y nuestra apropiada respuesta. Claro está, debo proponer con ustedes que seamos como los de Éfeso y como los de Berea. Como los de Éfeso al no tolerar pastorados falsos y maquiavélicos (Ap. 2:2), pero con la nobleza y amor que los de Berea muestran a todos, comparando todo contra las Escrituras (Hch. 17:11).
Su Majestad, el Pastor…
Bien, ¿cómo podemos identificar si nuestro pastor en realidad es un monarca absolutista? Pruebas de monarquismo pastoral pueden ser [1] la búsqueda de reconocimiento, [2] la introducción de doctrinas y creencias personales al púlpito, [3] el nepotismo y el tráfico de influencias y [4] la unicidad pastoral. Desglocemos cada una a detalle para comprobar la actitud autócrata que desembocan.
La búsqueda de reconocimiento.
Es natural que el pastor, en su iniciativa, quiera realizar proyectos y programas que sean de beneficio para la iglesia. De hecho, es una virtud bíblica que los pastores lleven a cabo proyectos que permitan el crecimiento de la congregación (Hch. 6:3-4; He. 13:17). La creatividad que descansa en aquellos a quienes Dios ha comisionado para la propagación del Evangelio solamente me hace ver con asombro cómo el Espíritu Santo usa todo instrumento posible para cumplir con la Gran Comisión (Mt. 28:19-20). Como ejemplo, las pancartas en los estadios, folletos interactivos, anuncios en plataformas digitales, novelas y cuentos, y un sinfín más de ideas que permiten a la Cruz llegar al corazón de quienes no le conocen aún.
Sin embargo, algunas veces, pareciera más un capricho del pastor que tal o cual proyecto lleve su sello e imagen. Tomemos como ejemplo aquellos medios digitales donde, las páginas, canales y videos se enfocan mucho en la imagen del pastor y su promoción personal, antes que en el contenido mismo del sermón o la iglesia donde predica. No que sea malo reconocer al autor de la idea -San Pablo mismo se encargó de recordarnos que él fue el instrumento del Espíritu Santo para la mitad de todo el Nuevo Testamento-. No obstante, todo tiene un límite. Una cosa es signar una obra que exalta al Señor Jesucristo y otra muy distinta el ser la portada de una obra donde uno aparece exaltando al Señor Jesucristo, ¿sobre quién descansan los reflectores, en realidad?
El egocentrismo no es bíblico. La iglesia de Corinto tuvo problemas similares cuando, por uno u otro motivo, algunos empezaron a dividirse en grupos (1 Co. 1:12), al punto que San Pablo mismo corrige magistralmente al preguntar «y, ¿quién es Pablo? ¿quién es Apolos?». Esto es, los pastores no son llamados a usar la iglesia de plataforma para hacer llegar su mensaje, sino que son llamados a predicarle a la iglesia el mensaje de Dios (2 Co. 2:17) sin importar que esto les haga crecer en fama o no (1 Co. 3:5; Gal. 6:14-15).
Algún vivo podría decir «¡Espera! San Pablo no dividió a los corintios, ¿por qué sería de ejemplo aquí?». La respuesta es, de hecho, muy fácil. No estamos hablando de San Pablo aquí, sino de aquellos que comenzaron la división (1 Co. 3:4). Y este es mi punto. Muchos usan a Jesús de plataforma para soltar sus campañas de discursos motivacionales, o vender sus productos y servicios, o hacerse de seguidores y patrocinadores en medios digitales, o cualquier otro objetivo que no sea la extensión del Evangelio de Jesucristo.
Usar a -o abusar de- la iglesia de este modo es simonismo y, aún más, una prueba total de que el pastor -si nos atrevemos a seguirle llamando- está descalificado para su oficio, pues el pastor siempre debe apuntar a Cristo y decir «la gloria es de Él» (1 Ti. 3:2-4; 6:11; 2 Ti. 4:2 cp. 1 Co. 2:2). Si alguien quiere hacerse famoso e influyente, es libre de hacerlo. Solamente no lo haga como ministro, a quienes se les demanda abnegación y humildad (1 Ti. 4:7, 12, 17; 6:8-9 cp. Mt. 16:24; Fil. 4:11-12) y que recuerde siempre que las riquezas terrenales deben administrarse con cuidado, pues el amor a estas son fuente de todo mal (1 Ti. 6:10, 17).
El nepotismo y el tráfico de influencias.
No es incorrecto que haya amistad entre los colegas, San Pablo llama a sus dos discípulos y ministros «hijos» (1 Ti. 1:2; Tit. 1:4), así como a Onésimo al servirle como mensajero (Flm. 10). El apóstol hallaba descanso y alegría en la compañía de sus compañeros de lucha, por lo que los urgía constantemente a visitarle (1 Ti. 3:14; 2 Ti. 4:9, 13, 21; Tit. 3:12). Esto es, nuestro Dios nos ha obsequiado a aquellos que servimos a su Iglesia, no solo el humilde privilegio del servicio, sino también a amigos, hermanos y colegas con los cuales el oficio pierde aún más peso, pues ellos nos animan a seguir en la carrera, perseverar y hacer las cosas para nuestro Dios (1 Ti. 1:18-19; 4:14-16; 6:11-12; Tit. 2:7, 15; 3:13).
El nepotismo al que me refiero es, entonces, algo totalmente distinto. Es más, ni siquiera me refiero a algo similar a lo que San Bernabé hizo con San Marcos al insistir su compañía durante el segundo viaje misionero (Hch. 15:37-38 cp. Hch. 13:13). La actitud nepotista que vemos en las congregaciones actuales obedece más a un tráfico de influencias donde la parcialidad juega un papel importante. No se trata de un tema de confianza, dones y talentos o preparación para el oficio, sino meros gustos personales o hasta influencias monetarias (Stg. 2:1-4). Como evidencia de esto, bastará con ver quien -y no quienes- ha tomado la decisión de los roles de liderazgo y organización de la congregación.
Algunos podrán objetar que mi punto es pobre y, quizás valga la pena apelar a ello. Sin embargo, debemos recordar que, como cualquier otro hombre, el pastor es un hombre pecador y también lidia con pensamientos y sentimientos humanos, por lo que la compañía y el consejo en sus decisiones son algo sano (1 Ti. 2:3; 4:5-6). Dicho esto, habrá que añadir que solo Dios actúa con verdadera imparcialidad (Ro. 2:11) por lo que, ¿realmente podemos estar seguros de que Su Majestad actúa sin un solo gramo de preferencias dentro de sus decisiones que terminen inclinando la balanza? El pastor nepotista existe, y solo es combatible quitándole la corona. No por nada San Pablo es tan insistente con Timoteo al respecto (1 Ti. 5:21-22).
La introducción de doctrinas y creencias personales al púlpito.
Históricamente, el Evangelio siempre ha sido -y siempre será- uno (Gal. 1:7; Ef. 4:4-5). Aquél que esté dispuesto a negar una verdad tan fundamental no debería considerarse «pastor» sino, como San Juan mismo nos enseño, es «un anticristo», no porque nosotros queramos abandonarle, sino porque él ha abandonado a Cristo (1 Jn. 2:18-19). Sobre estos hombres no me refiero hoy. Sería muy fácil que cualquier pastor maquiavélico y astuto diga «¡Ven! Yo predico el evangelio de Jesucristo», por cierto, imitando la actitud del fariseo ególatra (Lc. 18:11).
No. Quiero hablar de aquellos que enseñan muchos asuntos secundarios como fundamentales, llevando a la iglesia a debates y diferencias entre los hermanos de modo que la congregación comienza a tomar posturas muy radicales -entiéndase la connotación negativa- y hasta sectarias. Por ejemplo, la prohibición del pantalón entre las mujeres -quien reconoce la referencia, recordará que fue un hombre el que causó semejante drama-, el uso de una sola traducción de las Escrituras -algo que pasa más entre nuestros hermanos anglosajones-, la prohibición a visitar otras congregaciones, no mencionemos siquiera otras denominaciones, o prohibir el uso de la señal de la cruz o el encendido de velas, o el rezo del Padrenuestro, o la música contemporánea en el culto colectivo, o decorar un árbol para celebrar la Navidad, entre muchas otras prácticas, revelando una actitud similar a la de los falsos maestros en Colosas (Col. 2:16, 20-21). Observemos que este tipo de posturas extremas solo nos harán dudar de la fe de nuestros hermanos que, con sinceridad de corazón y limpieza de conciencia adoran a Dios, al tiempo que infundirán en nosotros un sentir de orgullo y superioridad por guardar la pureza de la verdadera religión, una vez más, imitando al fariseo ególatra al decir «[no soy] como ‘este’ recaudador de impuestos» (Lc. 18:11).
Sin embargo, la cosa se pone peor cuando el radicalismo no solo abraza prácticas sino doctrinas. Esto es, cuando descartamos plenamente la fe de alguien por sus creencias secundarias. Tan solo imaginemos que alguien se para frente al púlpito y comienza una cacería de brujas, quemando con sus palabras a hombres piadosos que no comparten con él sus posturas secundarias. Por ejemplo, el gran debate sobre el bautismo de infantes, ¡cuántos bautistas condenan a aquellos hermanos nuestros bajo el argumento de seguir doctrinas romanas! Igualmente, los piadobautistas queman en la hoguera a los credobautistas llamándolos anabaptistas -algo totalmente distinto-. Otro claro ejemplo y, que incluso hemos tocado aquí y en la iglesia local es el dispensacionalismo. Creemos que separar a los judíos y los gentiles que han venido a Jesucristo es una barbaridad sin fundamento bíblico alguno, pero sería aún más bárbaro negarles la entrada al cielo a muchos hombres que, pese a esta creencia, siguen sosteniendo a capa y espada con nosotros que la salvación es solo por Gracia Divina y solo por medio de la Fe en el Señor Jesús (Jn. 3:16). O, ¿de cuándo a acá es labor de la iglesia decidir quién es salvo y quién no? (Ro. 9:15-16). Estoy convencido que los monarcas que están en los púlpitos pagarán muy caro el separar al Cuerpo de Cristo (Lc. 17:1-2; Stg. 3:1).
Ahora, quiero aclarar, distinguir y separar son dos conceptos muy distintos. Como soldados del ejército del Señor, los pastores son llamados a ser diligentes y saber señalar el error con antelación y certeza para que el pueblo no caiga (Tit. 1:10-11, 13). Es preciso que el pastor sea prudente para llamar anatema a lo que es anatema (Gal. 1:8) y, de ser necesario, distinguir sus posturas secundarias, sin condenar a aquellos con los quienes coincidimos en lo fundamental. Si aún quedan dudas de esto, el Concilio de Jerusalén (Hch. 15:6-29) será una buena lectura para reflexionar.
La unicidad pastoral.
En un principio, es más que entendible que sea uno el pastor. San Timoteo y San Tito, nuestros ejemplos el día de hoy, llegaron como individuos a servir a Éfeso y Creta respectivamente. No obstante, su primera instrucción fue capacitar a otros para servir como ancianos junto a ellos (1 Ti. 3:1; Tit. 1:5). Como contexto a este punto, el Señor Jesucristo no comisionó a uno, sino a doce apóstoles por pares (Mt. 10:1-4; Mr. 6:7), a otros setenta los mandó igualmente de dos en dos (Lc. 10:1). Así también, las iglesias iniciales tenían varios ancianos, como lo fue Jerusalén mismo (Hch. 4:1) y Antioquía (Hch. 13:1). De hecho, de esta última, el Espíritu Santo apartó a sus misioneros y, una vez más, fue un par (Hch. 13:2). La defensa no tiene más que agregar.
En realidad, si se me permite abrir mi corazón, el tema de los pastores que se niegan a la pluralidad de ancianos me confunde mucho. ¿Por qué insistir que un individuo -o en algunas denominaciones carismáticas, un matrimonio- sean los únicos poseedores del oficio pastoral? ¿no es esto incluso dañino para ellos, al descargar todo el peso de la congregación en él solamente, sin posibilidad a que él también sea pastoreado? No obstante, cuando entendemos que no es la nobleza del oficio, sino el maquiavelismo de sus corazones los que mueven sus decisiones (1 Ti. 4:2; 2 Ti. 3:2-5), es cuando comprendemos sus infortunadas y autocráticas decisiones.
Tomo como ejemplo la congregación de la que soy parte. Al ser una congregación joven, el pastor oficia individualmente entre nosotros. No obstante, él mismo ha profesado su interés en la pluralidad de ancianos entre nosotros. Del Señor dependerá si el número de congregantes, las labores del pastor, el tiempo que lleve la iglesia o cualquier otra variante sea la que traiga la decisión a su ejecución en un plazo corto, medio o largo. No obstante, un corazón consciente de que la Gloria es de Cristo y no del profeta (1 Co. 3:6-7) es evidencia de que el Espíritu Santo guía a la congregación a buena marcha y con viento en popa. Contrastemos esto con algún pastor que, en lugar de reconocer su necesidad de ayuda en el oficio de la Palabra y la oración (Hch. 6:4), cree que necesita más hombres sirviendo a las mesas. Si muchos diáconos pueden sustituir al pastor, muchas oraciones pueden sustituir a Cristo. ¿Verdad que no?
Allons enfants de la Patrie…
¿Significa todo lo anterior que deberíamos hacer como Robespierre y decapitar a estos autócratas de las iglesias que dicen pastorear? Bueno, no exactamente. Bajemos las antorchas y los machetes un momento para reflexionar.
En primer lugar, debemos recordar nuestra posición dentro de la Iglesia de Jesucristo. Somos miembros y hermanos del mismo cuerpo al que pertenece el pastor (1 Co. 12:12-13), de modo que si algo tenemos contra nuestro hermano, aún si ese hermano es nuestro pastor, nuestra labor es exhortarlo en amor y con prudencia (Mt. 18:15; Gal. 2:11). Así también, creemos en un Dios que ha puesto, por Su Providencia, a ese hombre como pastor de Su congregación, por lo que debemos honrar la decisión del Señor al honrar al pastor (Ro. 13:2, 7 cp. He. 13:17), y así, poner la admonición de sus pastores en manos del Gran Pastor de las ovejas (He. 13:20-21).
Si, con tanta insistencia y fuerza, oramos para recibir con brazos abiertos a los débiles en la fe (Ro. 14:1) así como por la conversión de aquellos que aún no han visto la Gloria de la Luz de Jesucristo, ¿cómo no hemos de ser pacientes y amorosos para con aquellos que Dios usa como instrumentos suyos para la expansión del Evangelio? Sí, están pecado y con profunda gravedad, exponiéndose a la severidad de la Ira de Dios (Stg. 3:1), pero aún para éstos siguen abiertos los Brazos de Misericordia Eterna (1 Ts. 3:1 cp. Is. 55:6-8). Algunos podrían indagar si éstos se encuentran descalificados para continuar con su oficio o no, pero ese no es el punto a tratar hoy, sino el hecho de que Dios los puede perdonar, como a nosotros, en tanto se arrepientan (Ap. 3:1, 3).
«Un gran poder conlleva una gran responsabilidad».
En conclusión, amados hermanos, si algo deseo que tomemos de estos párrafos el día de hoy, es que aprendamos a ser discípulos de Cristo, sin alimentar el ego pastoral -suficientes luchas tienen los pastores como para nosotros cargarles una tentación más- pero siempre honrando la noble labor que realizan. Del mismo modo, mostrar que el oficio del pastor jamás fue -ni es- una labor que debe ejecutarse en soledad o con la intención de darle poder. Muy por el contrario, el pastor es otro hombre de carne y hueso, como tú y como yo, que tiene luchas, dificultades, lucha contra tentaciones y todos los días debe matar a su viejo hombre. Amémosle, cuidemos de él y de su familia y, si en algo ha errado, exhortémosle y roguemos a Dios para su pronta restauración.
A los pastores, recuerden que ustedes son primus inter pares -los primeros entre los iguales-. Ninguna autoridad tienen en ustedes mismos, ni por ustedes mismos, sino que simplemente sirven como administradores de la Palabra de Dios (2 Ti. 2:15), de modo que la autoridad que ejercen realmente es con ustedes como instrumentos, pues es la Palabra misma la que tiene autoridad (2 Ti. 4:2).
A Dios sea la Gloria.