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¡Que vivan los novios!: Una oda a la institución del matrimonio.

La definición del matrimonio.

Muchos tiene una visión verdaderamente baja de qué es el matrimonio. Para comenzar, el matrimonio es la institución cristiana más antigua que Dios ha establecido entre los hombres. Su origen (Gn. 2:24) antecede incluso a la promesa misma de Jesucristo (Gn. 3:15). La primera relación que Dios conduce entre los hombres no es la fraternal (Gn. 4:1-2), ni la institucional o colectiva (Gn. 4:26), sino la conyugal (Gn. 2:18). Si esta es la importancia que Dios le da al matrimonio, ¿por qué hemos de considerarlo una meta más en la vida, en igual valor que obtener un título o hacernos de un automóvil? Amados, ¡el matrimonio es parte de las instituciones que Dios le ha dado al hombre para caminar por este mundo!

Asimismo, el matrimonio es una señal del Pacto de Dios con los hombres, como lo es el bautismo o la Santa Comunión. Así como los primeros significan el lavamiento por el Espíritu Santo y la participación en el Espíritu de la muerte de Cristo, el matrimonio es un símbolo y faro de la Unión Fiel y Segura de Cristo y Su Pueblo (Is. 54:5; Cant. 1:15-17; Ef. 5:22-27). Tan esencial y profunda es esta unión que ¡hasta Roma misma lo considera un sacramento necesario en la vida! ¿Cómo no tener en alta estima esta bella institución -esto es, el matrimonio-?

Por si todo lo anterior fuese poco, el matrimonio es también entendido como un pacto entre un hombre y una mujer a sostenerse, apoyarse, andar juntos y siempre seguir a Cristo de la mano (1 Co. 7:32-35). El sacrificio es una palabra que necesariamente surge aquí, y esto convierte al matrimonio igualmente en un asunto para valientes, algo reservado para aquellos dispuestos a pagar el precio del amor, demostrado por Cristo Jesús (Ef. 6:25). Es triste ver que la sociedad crea hoy que la valentía se halla en la independencia y el individualismo, cuando está expresado que es todo lo contrario, que la práctica del dominio propio, la paciencia y el amor son disciplinas de las que sólo los más fuertes entre nosotros pueden practicar. Sin lugar a dudas, la vida conyugal es un desafío que no debe tomarse con ligereza, un pacto de verdaderos valientes. Y como todo pacto, hay una señal dada por Dios.

Los hombres hemos ideado señales humanas del matrimonio como el uso de argollas, el contrato notarial, la adopción del apellido del novio, y demás orquestas. Sin embargo, una señal entre todas es de origen divino, y esta es la rendición física e íntima de los novios (Gn. 2:24; Mr. 10:8) donde ya no se pertenecen a ellos mismos sino que, en un acto de noble voluntad y amor, juramentan dedicar sus vidas, su tiempo, sus recursos y aún su propio cuerpo para el otro (1 Co. 7:4, 32-34). De este modo, aunque se pierdan las argollas, se anule el contrato o se cambie el apellido, será imposible para el hombre separar el pacto que ha hecho, porque no ha entregado algo externo en garantía a su cónyuge, sino que se ha entregado a sí mismo. La consumación es el cenit y la señal más profunda e inseparable del matrimonio. Por esto es que consideramos a la intimidad física como algo noble y sagrado, porque es la señal del pacto matrimonial.

Esta es la razón por la que el santo matrimonio es una imagen con la que el Señor nos recuerda su unión con Él por medio de la cruz. Es un tema de propiedad. Por medio de la sangre del Pacto en el Calvario, nosotros le pertenecemos a Dios, y Dios nos pertenece a nosotros. En palabras del profeta: «ellos serán Mi pueblo, y Yo seré su Dios» (Jer. 32:38). Así para la novia, el novio pasa de ser un hombre que le ama a ser su hombre, él ahora es propiedad de ella. Y del mismo modo él, su novia pasa de ser una dama que le ama a ser su mujer, ella ahora es propiedad suya. Y a los ojos del mundo esto es un escándalo, porque ‘somos amantes de la libertad’ y la independencia, la nulidad de fronteras y la expresión plena, haciendo lo que uno desee. Pero la gran virtud de cualquier pacto no radica en la libertad, sino en la exclusividad. Es decir, al pactar, no limitas lo que puedes hacer, sino con quién deseas hacerlo. ¿No es esto hermoso?

El matrimonio, entonces, bien puede definirse como un pacto humano donde dos personas, un hombre y una mujer, se juramentan amor, entrega y fidelidad el uno al otro, y esto como una imagen de la realidad eterna donde, por medio de Cristo y del Espíritu Santo, nuestro Dios ha realizado un pacto divino donde Él nos juramenta amor, entrega y fidelidad en Cristo, y que nosotros correspondemos como Iglesia con la ayuda del Espíritu Santo.

La meta del matrimonio.

Definido, entonces, el matrimonio, es conveniente indagar cuál es su propósito. Debo confesar que esta pregunta antes me daba vueltas porque, cada vez que yo veía en alguna joven a una potencial esposa, la misma pregunta me atormentaba por las noches, ahogando mi deseo por el matrimonio y la formación de una familia en un «no sabes para qué debes casarte». Y al día de hoy, esta es la tortuosa pena de muchos que, al enfrentarse a la pregunta -o ser enfrentados por ella- temen a responder, de tal forma que la desaprobación o la negación de la bendición destruya la ilusión conyugal. 

El mundo -y aún algunos cristianos- han escrito tratados, predicado sermones, dado cursos y levantado argumentos sobre los múltiples propósitos del matrimonio. No obstante, comparto hoy que he llegado a la conclusión de que todos ellos son insuficientes porque, a la luz del propósito mayor, no existe otro motivo para casarse.

San Pablo dice a los Corintios que «sea que coman, que beban, o que hagan cualquier otra cosa, [lo hagan] todo para la gloria de Dios» (1 Co. 10:31). Y, aunque el contexto no es directamente el matrimonio -el contexto es sobre comer de lo sacrificado a los ídolos (1 Co. 10:25)-, una sola palabra permite que notemos que este texto también aplica al matrimonio, siendo esta es el calificativo absoluto, “háganlo todo para la gloria de Dios”.

Pregunto yo ¿¡cómo no sería este el mayor propósito del matrimonio!? El rey Salomón nos invita a disfrutar de todas las cosas que Dios nos ha puesto para deleite en Su Creación, siempre bajo Su Guía (Ec. 11:7-10; 12:13). Sobre esto meditaba Carl Boberg al escribir ese famoso himno donde, al admirar cada aspecto de la creación, el autor insiste en su estribillo que su corazón solo podía cantar «¡Cuán grande es Él!». Así, podemos rescatar dos aspectos de este mismo propósito.

El primer aspecto es interno. Los esposos deberán ser tan unidos como Cristo se une a Su Iglesia y saberse amar con el Amor con el que Él nos ha amado, pleno, puro, íntimo y sacrificial. Que el amor de uno apague el enojo del otro, que la ternura de uno endulce la melancolía del otro, que el gozo de uno regocije el llanto del otro. Que el perdón asfixie al rencor, que la paciencia destruya a la intolerancia, que la templanza y el dominio propio hagan añicos a las peleas y las diferencias. Como dice el apóstol, que se vistan de amor, el vínculo perfecto (Col. 3:17). A modo de ilustración y, ¡cómo no mencionar al gran autor del tratado sobre los cuatro amores!, C. S. Lewis decía que cuando [se aprende] a amar a Dios mejor que a [los] seres queridos terrenales, [se amará] a [los] seres queridos terrenales mejor que ahora. En Dios, el amor de los esposos sólo puede seguir creciendo y profundizarse. Pero ahí está el secreto. El amor conyugal también es en Cristo y por medio de Cristo.

El esposo debe serlo tal para su mujer de modo que ella pueda añadir un verso al himno de Boberg y decir «Cuando contemplo al hombre que Dios me ha dado… Mi corazón entona la canción ‘¡Cuan grande es Él!’». Y así, ella igualmente corresponder, de forma que su marido pueda unirse al canto «Cuando observo a la esposa que Dios me ha dado… Mi corazón entona la canción ‘¡Cuan grande es Él!’».

El segundo aspecto es externo. Si los cónyuges dan gloria a Dios de forma interna, entre ellos dos, entonces nosotros, Iglesia del Señor Jesucristo, responderemos de forma externa entonando las mismas palabras que ellos y Boberg, cuando miremos su santo matrimonio y en éste veamos una imagen de Cristo y Su Iglesia… nuestro corazón entonará la canción ¡Cuán grande es Él!

Muchos otros beneficios y bendiciones aparte hay en el matrimonio. Extender la familia por el juramento, o ser favorecidos con una nueva criatura en este mundo son algunos de ellos. Pero todo se fundamenta sobre la Roca, que es Cristo (Mt. 5:24; Col. 3:1-4 cp. Sal. 46:1). Si los cónyuges dan gloria a Dios en sus propias vidas y para con su pareja, el resto de las pruebas y retos que el Señor providencialmente permita en su camino serán más ligeros de atravesar. Primero es la Gloria de Dios.

La maravilla del matrimonio.

Y, hablando de los beneficios añadidos. Nosotros, la Iglesia, somos también bendecidos en una fecha tan importante como el día de la unión matrimonial. Un matrimonio siempre nos recuerda el Evangelio.

Dios, en su gran Amor por nosotros, envió a Su Hijo unigénito para que todo aquél que guarde fe en Su Nombre, reciba gratuitamente la salvación (Jn. 3:16). Pero, así como una pareja de enamorados que se une, y ningún recién casado -o cualquier matrimonio en Cristo- me dejará mentir, aunque libremente se unieron en el altar, hubo algo más que les impedía retractarse, una fuerza casi sobrenatural que no les permite negarse el uno al otro. Esta fuerza que dobla incluso a la voluntad misma, algo que las personas llamamos el enamoramiento.

La misma fuerza que une al novio y a la novia, en un nivel más alto y glorioso, es la fuerza con la que el Espíritu Santo nos atrae al Padre, viendo la obra de Jesucristo. Las Escrituras nos enseñan que Él conduce a sus hijos con lazos de amor (Os. 11:4), aún más, su Amor mismo es gracias al cual nosotros podemos amar (1 Jn. 4:19), de modo que no hay otra conclusión humana que hacer eco de la expresión joanina “Dios es Amor” (1 Jn. 4:8). Esta es la razón por la que la voz del Novio al decir “ven, sígueme” era -y es- imposible de ignorar e incluso desacatar (Mt. 4:18-22).

La iglesia, entonces, como la novia, decide unirse a su Novio, al Señor Jesucristo, pero no solo como un acto voluntario, sino que también motivado plenamente por el Espíritu Santo, de modo que, así como los dos enamorados en el altar matrimonial, ella no puede decirle que «no» a su Señor y, en ese amor, se entrega por completo a Jesús. ¡Este es el romance puro y santo! Ningún autor, novelista, poeta ni compositor podrá jamás plasmar la profundidad de este momento sacro, el de la unión entre Cristo y su Iglesia (Ap. 19:7-9), reflejada en la unión de dos amantes, dos confidentes, dos almas que no pueden negarse la una a la otra. Solo Dios, por medio del matrimonio, pudo darnos una imagen de cómo es Su unión con Su Pueblo.

El matrimonio, entonces, es un recordatorio de la fidelidad de Cristo con su Iglesia. Y el llamado que hace éste símbolo sacramental es a que meditemos siempre en nuestro Señor, quien dejó los cielos para venir a conquistarnos, a unirnos a Él, a lavar a la novia de su pecado para presentarla limpia delante de Él mismo (Ef. 5:27). En resumen, Cristo vino a amarnos y, amándonos, nos enamoró de Él. Aquellos que no crean que el amor todo lo puede, lo sufre, lo espera y lo soporta, volteen a la Cruz y traten de repetir las mismas palabras, mientras contemplan al Novio entregarse por Su amada.

Concluyo con palabras alegres. Una boda es un día de gozo porque celebramos el nacimiento de una nueva familia aquí en la tierra. Dios ha provisto a la humanidad de una prueba más de que Él es misericordioso y clemente, dándonos un obsequio más de su gracia común, mientras que nos recuerda a Cristo, a quien es la gloria por cada santo matrimonio en Su Nombre, que nos bendice y nos edifica con su unión y perseverancia en el Espíritu Santo.

A Dios sea la Gloria.

Dedicado a la familia que Dios me permitió ver nacer:
Emiliano, Fernanda, al ver la historia de amor que Dios escribió para ustedes, mi corazón entona la canción: ¡Cuan grande es Él!