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¿Quién dijo que la sucesión apostólica no es bíblica?

La concertación: Apóstoles de los Apóstoles.

En la universalidad de la Iglesia, con tantas denominaciones y tradiciones, es casi imposible unificar el concepto de «sucesión apostólica», no mencionemos siquiera si se considera bíblica o no. Algunos lo entienden como los apóstoles pasaron el manto a sus discípulos, quienes repitieron el proceso una y otra vez hasta nuestros días; otros creen que realmente se trata de un resurgimiento del ministerio de los apóstoles en el s. I, con sus mismos poderes -palabras de ellos, no mías- pero ahora aplicado en la actualidad; unos más creen que es la transmisión de la oficina, asiento o silla de un lugar en particular, de modo que el obispo tal es el heredero del báculo apostólico. Y más, muchas más definiciones se pueden hallar en libros y sermones acerca de este concepto.

Es necesario, entonces, que primero podamos definir qué es la «sucesión apostólica». Para esto, podemos apelar al Diccionario Teológico Beacon (Amaya, 2009) que la identifica como ‘la misión y el poder sagrado para enseñar… que Cristo confirió a sus apóstoles [y que] se perpetúa en el colegio de obispos de la iglesia’. El teólogo alemán Wilhelm Karl Kleutgen (1907-1913) lo relaciona con el término «suceder», ‘especialmente ser el heredero de, u ocupar un cargo oficial inmediatamente después’. El obispo anglicano James G. Simpson (1908-1926) nos ayuda a resumirlo bajo la idea de que ‘Cristo dio a [su Iglesia] una unidad y cohesión reconocibles, no sólo instituyendo… el Bautismo… [y] la Eucaristía… sino también… un ministerio [de enseñanza] continuo y autorizado’. Finalmente, el ministro presbiteriano Samuel Macauley Jackson (1908-1914) enriquece con que se entiende como ‘la sucesión ininterrumpida, desde los apóstoles hasta nuestros días, de obispos y sacerdotes ordenados por la imposición de manos.’ Con esto en mente, podemos definir a la sucesión apostólica como ‘la doctrina sobre la continuación del ministerio de enseñanza del Señor Jesucristo, a través de la comisión de los Doce Apóstoles y que a su vez es retroactivamente transmitida a sus correspondientes discípulos, hasta llegar a nuestros días’. Dicho de otra forma, es el pase de la estafeta en tanto a la enseñanza -y, por implicación, la ‘autoridad’ eclesial- de las Palabras del Señor Jesucristo.

Ahora, muchas alarmas pueden detonarse si no somos cuidadosos en tanto a esta definición y, quisiera aclararlas antes que ahondemos más en el tema.

Primero, sobre la comisión de los Doce Apóstoles. Bien sabemos que Cristo comisionó a estos hombres para la expansión del reino (Hch. 1:8) y, solo basta leer unos versos más adelante para comprender que el cumplimiento de su comisión no sería directa -predicando uno a uno- sino exponencial -por medio de discípulos que siguieran con la labor-. Bajo este sencillo, pero profundísimo principio, podríamos cerrar el caso completo de la sucesión en términos doctrinales. No obstante, hay más.

Segundo, sobre la autoridad eclesial. Aunque parte de las raíces del protestantismo alemán incluían al sacerdocio de todos los creyentes (1 Pe. 2:9), esto nunca fue con intenciones de imponer una anarquía eclesial donde todos pudiesen ejercer, sin discipulado alguno, el oficio magisterial. En específico, la Confesión de Augsburgo, en su quinto artículo, reconoce el oficio de la predicación como parte de esta estafeta (2 Ti. 4:1-2). Y así también la historia nos habla de una rama de discípulos que fuellon llevando la antorcha de la Reforma hasta nuestros días.

No obstante, una definición teológica-teórica no basta para comprender esta tradición eclesial. Es necesario ver la historia para contextualizarla y finalmente visualizar el peso del término en toda su extensión y así preguntarnos si es bíblica o no. 

La causa: En el tiempo de los Apóstoles, todos eran muy bárbaros…

La s.a. tiene motivo de su existencia y, para comprenderla, debemos viajar en el tiempo al primer siglo, donde se origina lo que llamaremos «la necesidad de la preservación».

En primer lugar, los apóstoles mismos advirtieron de viva voz que muchos hombres ya estaban pervirtiendo la doctrina que Cristo les entregó. El primer evento similar lo hallamos con Simón el mago, apenas unos meses después de Pentecostés (Hch. 8:18-21). Unos años después, el concilio de Jerusalén mismo da testimonio de que algunos hombres que predicaban a Cristo obligaban a los hombres a seguir la ley mosaica (Hch. 15:1-2, 5) por lo que fue necesario reafirmar la doctrina (Hch. 15:28-29). Tal era la experiencia de los Santos Apóstoles, que aún San Pablo, al despedirse en Mileto, advirtió que habría quienes se levantarían con doctrinas perversas (Hch. 20:30-31).

También por carta se hicieron escuchar los discípulos de Cristo. San Pablo escribe a los Corintios que las divisiones por escuelas apostólicas es absurda (1 Co. 1:12-13), argumentando que el fundamento doctrinal es Cristo mismo (1 Co. 3:11), pero igualmente defiende que la doctrina que escucharon de él son las fieles palabras de Cristo (1 Co. 4:15-17). En su segunda epístola, ante las acusaciones de que su apostolado era inválido, Pablo resume su defensa en que la autenticidad de esta reside en que predica a Cristo, no a él mismo (2 Co. 4:5; 6:4-8) y, como prueba práctica de esto, envía a San Tito como obispo a ellos (2 Co. 8:16-17, 23-24); al defender su apostolado, argumenta que varios independentistas llegas predicando a un Cristo distinto y ellos lo aceptaban como «apóstol» (2 Co. 11:4, 13).

A los Gálatas, San Pablo claramente los exhorta por causa del «evangelio diferente» que estaban comenzando a seguir (Gal. 1:6-7; 3:1); a los Efesios recuerda que el oficio de los Doce es parte del fundamento que sostiene a la Iglesia misma (Ef. 2:20), enviando a Tíquico como su ministro a ellos (Ef. 6:21-22); a los Filipenses Pablo envía a Timoteo y Epafrodito como obispos -o supervisores- (Fil. 2:22-23, 25, 28); a los Colosenses les advierte sobre el alza peligrosa del gnosticismo entre las iglesias gentiles (Col. 2:8-9); a los Tesalonicenses exhorta a velar en la doctrina (1 Ts. 5:6) al punto de que la segunda epístola advierte de hombres que, en su propio nombre -esto es, de San Pablo- enseñan mentiras (2 Ts. 2:1-3) y así los llama a la firmeza y preservación de la doctrina que les fue entregada (2 Ts. 2:15); el autor de la epístola a los Hebreos claramente exhorta a ser cuidadoso con las enseñanzas que escuchamos (He. 2:1; 13:9); San Jacobo instruye a la iglesia a que sean cuidadosos con la enseñanza (Stg. 3:1); San Pedro le escribe a la iglesia universal, instruyéndoles a ser fieles y perseverar en la fe (1 Pe. 5:9), y una segunda vez para advertir sobre los falsos maestros que, en su tiempo, ya se habían levantado (2 Pe. 1:12, 16-19; 2:1); San Juan escribe hasta en tres ocasiones para recordarle a la iglesia a ser fiel a Cristo y su enseñanza frente a un mundo que lo negaba (1 Jn. 2:18-19; 4:2-3; 2 Jn. 8-11; 3 Jn. 11); y San Judas dedica toda su epístola a la advertencia contra estos falsos maestros (Jud. 3-4).

Con esto dicho, podemos establecer que, incluso en el tiempo de los apóstoles mismos se vivía oposición, por lo que había necesidad de delegar hombres que aprendieran a los pies de los apóstoles -la única forma de enseñanza en aquél tiempo, pues hay que recordar que no había tal cosa como seminarios bíblicos o institutos de formación ministerial- para que continuaran con la labor de enseñanza de la Palabra de Dios. Había necesidad de que se supiera que tal o cual maestro estaba siguiendo la enseñanza de Jesucristo, la sana doctrina (Tit. 2:1). De nuevo, la necesidad de la preservación.

Una reacción de los apóstoles fue discipular hombres para ocupar puestos de obispado y supervisión sobre las iglesias. Wilhelm (1907-1913) argumenta que durante los problemas de Corinto el año 97 d.C., San Clemente de Roma escribió una carta para mediar los conflictos. Aún más, se cree que San Juan vivía aún en Éfeso y, pese a que ni él ni los suyos intervinieron en los asuntos de Corinto, tampoco exhortaron la labor del llamado «sucesor de San Pedro». Más adelante, al final del segundo siglo, prácticas similares -el identificarse como discípulos de…- no fueron desestimadas, sino incluso promovidas por escritores como Ireneo (adv. Hær. iii. 2, 3; iv. 40, 42, 53; v. 20) y Tertuliano (de Præscript. 32; adv. Marc. iv. 5, Apol. 47; cf. Hegesipo, en Euseb. iv. 22), de modo que la sucesión fue adoptándose de forma casi natural entre los discípulos de los Apóstoles (Simpson, 1908-1926).

San Clemente de Roma (1 Clemente 42, 44) reza que los Apóstoles “designaron a las primicias (de sus labores), una vez hubieron sido probados por el Espíritu, para que fueran obispos y diáconos de los que creyeran… Y nuestros apóstoles sabían por nuestro Señor Jesucristo que habría contiendas sobre el nombramiento del cargo de obispo. Por cuya causa, habiendo recibido conocimiento completo de antemano, designaron a las personas mencionadas, y después proveyeron a continuación que si éstas durmieran, otros hombres aprobados les sucedieran en su servicio”. Es decir, aún en el primer siglo se reconocía que los Doce pasaron la estafeta de su ministerio para que otros siguieran la labor pastoral, teniendo su aprobación -o, como coloquialmente decimos, su bendición-.

San Ignacio (1 Tra. 3) dice a los tralianos “De la misma manera, que todos respeten a los diáconos como a Jesucristo, tal como deben respetar al obispo, que es figura del Padre, y a los presbíteros como concilio de Dios y como colegio de los apóstoles. Aparte de ellos no hay ni aun el nombre de Iglesia”. Tenores aparte sobre las comparaciones, San Ignacio enfatiza claramente la autoridad eclesial que éstos hombres tenían, y es esta gran estima que se les tenía, la razón por la que era necesaria la s. a. pues, ¿cómo podría la iglesia honrar como autoridad directa de Jesucristo a un desconocido que bien pudo haber aprendido a los pies de un hereje y no de los Doce?

Como si todo lo anterior no fuese suficiente, el Concilio de Nicea I del 325 d.C., que la iglesia protestante afirma ser observadora fiel por su necesaria ratificación de la deidad del Verbo, en su canon cuarto consagra que “Es conveniente que un obispo sea nombrado por todos los obispos de la provincia; pero si esto fuera difícil, ya sea por necesidad urgente o por la distancia, deben reunirse al menos tres, y si los sufragios de los [obispos] ausentes también son dados y comunicados por escrito, entonces debe tener lugar la ordenación. Pero en cada provincia la ratificación de lo que se hace debe dejarse al Metropolitano.”. El propósito de esto, (Headlam, 1912) era asegurar la presencia de ministros fieles que siguieran la misma enseñanza en medio del alzamiento de pseudo-maestros y herejes que predicaban públicamente sus barbaridades. El oficialismo eclesial implementó el sistema de sucesión apostólica para defender -humanamente, si así lo quieren ver- la sana doctrina.

La cuestión: ¿Es bíblica la práctica? ¿Estamos sustituyendo a los apóstoles?

Claro, probar la sucesión apostólica en función de la historia no debe ser suficiente razonamiento. Si así fuera, muchas doctrinas pasarían como válidas, como el purgatorio, la autoridad infalible de la enseñanza ex-cátedra, el dispensacionalismo, o que la Santa Comunión es solo un símbolo. Es preciso que las Escrituras respalden lo que la iglesia cree y enseña, incluyendo a sus maestros.

Sobre la importancia de su apostolado, en los primeros momentos de la vida de la Iglesia vemos a los Apóstoles tomando decisiones clave para perseverar en la predicación, su tarea principal, por medio de la designación de diáconos (Hch. 6:2-4). Aunque algunos podrían argumentar que el diaconado es distinto al obispado que supone la sucesión, uno de los primeros diáconos, San Esteban, fungía en la enseñanza igualmente, previa imposición de manos de los Doce (Hch. 6:6, 8, 10). Así también hicieron con San Pablo y San Bernabé cuando fueron comisionados como misioneros (Hch. 13:3).

Aún más, si consideramos los ejemplos bíblicos, pareciera que la forma en que el Espíritu Santo permitió que se desarrollara la sucesión era por medio de la imposición de manos, de tal forma que el mismo San Pablo exhorta a Timoteo a cumplir el encargo que recibió cuando se impusieron manos sobre él (2 Ti. 1:6), escribiéndole en otra ocasión anterior a que él mismo fuese cuidadoso cuando fuera su turno de imponer las manos sobre otro (1 Ti. 5:22). Una mención similar la hallamos con el autor de Hebreos, quien llama esto una «enseñanza elemental», lo que puede implicar que era común y, hasta podríamos atrevernos, práctica universal (Hch. 6:1-2).

Sumado a lo anterior, podemos agregar que San Pablo, en las epístolas pastorales -Timoteo y Tito- comisiona a sus dos discípulos (1 Ti. 1:2; Tit. 1:4) a pasar la estafeta, nombrando a ancianos en Éfeso y Creta, respectivamente (1 Ti. 1:3; 3:1; 5:22; Tit. 1:5). Así, los siguientes ocupando el asiento pastoral seguirían una cadena tal, que podrían decir «soy discípulo del apóstol Timoteo, discípulo del apóstol Pablo, discípulo de Cristo», consolidando la firmeza de la enseñanza.

Alguno quizás ya me pescó en que llamé «apóstol» a Timoteo. No obstante, los que saben griego podrán confirmar conmigo que el término ἀπόστολος (lit. apostolos) simplemente significa «enviado; comisionado». Si la iglesia hace una distinción entre los Doce Apóstoles y todos los demás es para rescatar la obra que el Espíritu hizo a través de ellos al solidificar los cimientos de la Iglesia del primer siglo (Ef. 2:20). Prueba de que esta distinción solo es teológica y no de oficio se halla en el Apóstol Pablo mismo, quien identifica como su igual a San Bernabé (1 Co. 9:5-6), junto a él, San Lucas identifica a San Bernabé como «apóstol» (Hch. 14:1, 4, 14). De nuevo, la obra de Los Doce es aislada en su oficio, pero el término es igualmente aplicable, pues ambos fueron comisionados por Antioquía para predicar (Hch. 13:1).

Asimismo, vale la pena rescatar que varios padres apostólicos -nombre con el que identificamos a los primeros pastores y teólogos de la iglesia- fueron discípulos directos de los Apóstoles o de sus primeros discípulos, información que recibimos gracias a los nombres en las salutaciones finales como acompañantes de los Apóstoles. Si no fuese suficiente, hay que destacar que siete epístolas del Nuevo Testamento no son de autoría exclusiva de San Pablo, sino que San Timoteo y San Silvano sirvieron como co-autores (1 Co. 1:1; 2 Co. 1:1; Fil. 1:1; Col. 1:1; 1 Ts. 1:1; 2 Ts. 1:1; Flm. 1). Como prueba de su autoridad y no que únicamente aparecen en la co-autoría por estar queda el testimonio de Tercio, el escriba de Pablo (Ro. 16:22).

Para cerrar con broche de oro, el Señor Jesús mismo es el argumento más sólido de esta sucesión. Simpson (1908-1926) argumenta que hay un claro entendimiento de que el ministerio de Jesucristo inicia en su encarnación y concluirá con la Restauración de todas las cosas, por lo que actualmente estamos viviendo dentro del ministerio de Jesucristo, siendo que sus ministros alrededor del mundo son apóstoles suyos. Para prueba de lo anterior, podemos observar que Jesucristo designó a los primeros apóstoles para predicar (Mr. 3:14), por lo que la sucesión se da en el entendido de que El Enviado de Dios con Su Mensaje (Mt. 4:17) ahora envía a otros a propagar el mensaje (Mt. 28:19-20), lo cual hacen enviando a otros igualmente, «apostolándolos».

Así, a pesar de que en ningún lugar del NT encontramos que Cristo o los apóstoles enseñaran la doctrina de la sucesión apostólica (Amaya, 2009), ¡vaya que sí la practicaron!

La controversia: La arrogancia humana, como siempre.

Debo confesar que he defendido con capa y espada esta sumamente bella doctrina con esperanzas de que puedan convencerse, junto conmigo, de que sería una prueba de la unidad de la Iglesia en la tierra que el pastor de su iglesia local pueda recitar una cadena apostólica, tal que diga que él es «discípulo de tal, discípulo de cual… discípulo de San Ireneo, discípulo de San Policarpo, discípulo de San Juan, discípulo del Señor Jesucristo». No obstante, también debo atender por qué Dios, en Su Providencia, ha velado la cadena apostólica hasta nuestros días. De hecho, la controversia no es solo algo histórico, sucedió en tiempos bíblicos.

En la iglesia de Corinto surgió una controversia donde, por alguna razón -que el texto parece apuntar a ser la arrogancia- los maestros empezaron a dividir la iglesia en varias facciones, algunos siendo de Pablo… de Apolos… de Cefas [esto es, Pedro]… [o] de Cristo (1 Co. 1:12). Es decir, la sucesión apostólica en virtud del maestro -quién los educó- en lugar de la maestría -qué se enseña- estaba destinada a fracasar por la arrogante naturaleza humana (1 Co. 3:4). El sensato y humilde de la historia fue San Pablo mismo quien, antes de promover más la división, rescató que aún ellos mismos «nada son», pues el ministerio no es del que es enviado, sino de quien los envía, es decir, Dios mismo (1 Co. 3:5-7).

Wilhelm Kleutgen (1907-1913) nos relata cómo es que, aún en tiempos patrísticos -en el tiempo de los discípulos de los apóstoles- San Ignacio, camino al martirio, escribe a los romanos "Yo no os mando como Pedro y Pablo; ellos fueron Apóstoles, yo soy discípulo”, reconociendo la autoridad de los Apóstoles, aunque él continuó la enseñanza. Ejemplos así podrían llenar un libro entero, de ser necesario.

Dicho de otro modo, tan rápido como se levantó la cadena dorada de los ‘apóstoles de los apóstoles’, los mismos padres apostólicos se vieron en la necesidad de recordarle a la Iglesia que la doctrina cristiana es velada por la cadena apostólica, pero su fuente esencial y única es Cristo Jesus. De nada serviría estudiar a los pies de San Pedro, si el aprendiz no preservaría la palabra profética más segura (2 Pe. 1:19).

La conclusión: Somos herederos de (y con) los santos Apóstoles.

Aunque la cadena de la sucesión apostólica no es tan clara como lo quisiéramos, la realidad es que es un concepto bíblico, un hecho histórico y una verdad necesaria. Es un concepto bíblico porque así actuaron los apóstoles -imponiendo manos-, un hecho histórico -porque los discípulos siguieron practicando este método de preservación doctrinal- y una verdad necesaria -porque fue la herramienta que el Espíritu Santo usó providencialmente para transmitir la doctrina hasta nuestros días-. Quizás por miedo a ser llamados «romanistas», a ser excomulgados y desconocidos por los demás protestantes, o una combinación de las anteriores, muchas iglesias niegan con sus declaraciones la importancia y práctica de la sucesión apostólica. No obstante, es virtualmente imposible no pasar la estafeta del ministerio sin que esto signifique una sucesión apostólica en el más puro sentido de la expresión.

Es verdad que quizás no somos herederos de la silla de San Pedro, o San Andrés, o San Jacobo, o cualquier otro de los Doce. No obstante, sí que somos herederos de las poderosas Palabras de Jesucristo, junto con los Doce y, como parte de nuestra labor como Iglesia, columna y sostén de la Verdad (1 Ti. 3:15), debemos discipular a la siguiente generación, a quien pasaremos la estafeta de la Santa Encomienda, la Misión Cristiana, el apostolado de Jesucristo mismo (Hch. 13:2-3).

Quien aprende a los pies de la Palabra de Dios, aprende a los pies de Jesucristo mismo, a través de los escritos de sus santos Apóstoles. Quien aprende a los pies de un maestro terrenal, mientras éste sea un fiel discípulo de Jesucristo, estará seguro de que su maestro lo llevará a los pies de la Palabra de Dios, cumpliendo el primer caso. Todos somos, en toda la extensión de la palabra, discípulos de Jesucristo y apóstoles del Espíritu Santo. Las cadenas apostólicas son, entonces, herramientas humanas que ayudan a verificar la escuela doctrinal donde uno se ha formado y, por consecuencia, el conjunto de creencias que se profesan o enseñan. Nada más, nada menos.

Hermanos, concluyo diciendo que, sea que estén de acuerdo conmigo en todo o en parte -me sorprendería que, sin coincidir en nada, sigan leyendo, pero lo honro y agradezco-, debemos seguir a los Pies del Maestro. Es de Él de quien somos discípulos principalmente. Los maestros en la tierra tienen una labor y es apuntarnos hacia Él (1 Co. 11:1). Vean a Cristo, y aprendan a ser sus verdaderos apóstoles.

A Dios sea la Gloria.  

Fuentes de Consulta.

Amaya, I. E. (2009). SUCESIÓN APOSTÓLICA. En R. S. Taylor, J. K. Grider, W. H. Taylor, & E. R. Conzález (Eds.), & E. Aparicio, J. Pacheco, & C. Sarmiento (Trads.), Diccionario Teológico Beacon. Casa Nazarena de Publicaciones.

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Simpson, J. G. (1908–1926). Apostolic Succession. En J. Hastings, J. A. Selbie, & L. H. Gray (Eds.), Encyclopædia of Religion and Ethics: Vols. I–XIII. T. & T. Clark; Charles Scribner’s Sons.

Ropero, A., ed. (2004). Lo mejor de Los Padres Apostólicos. Editorial CLIE.

Jackson, S. M., ed. (1908–1914). The new Schaff-Herzog encyclopedia of religious knowledge. Funk & Wagnalls.

CHURCH FATHERS: First Council of Nicaea (A.D. 325). (n.d.). https://www.newadvent.org/fathers/3801.htm

Headlam, A. C. (1912). Apostolic Succession. En G. Harford, M. Stevenson, & J. W. Tyrer (Eds.), The Prayer Book Dictionary. Longman.