Teología Para Todos

View Original

Razones para dejar la Iglesia

Guía práctica para el cristiano que ya no quiere estar con «esos» cristianos.

¡Fuera máscaras! Alguno entró aquí porque quiere ver su razonamiento para desertar escrito -y justificado- aquí. Para esto, he decidido separar el artículo en dos grandes segmentos, el de las razones inválidas y los motivos correctos.

Ahora, debo aclarar antes de que comencemos nuestro estudio hoy. En los términos del título de este artículo, no hay razones, justificantes o motivos para dejar la Iglesia invisible de Dios, esto es, abandonar la fe cristiana por completo. Así también, tampoco hay razón humana justificable para dejar de congregarse (He. 10:25), de modo que ruego al lector no confundir el dejar la iglesia local -para ir a congregarse con otro grupo de hermanos- y dejar de congregarse por completo.

Razones inválidas.

Dicho lo anterior, tomen todos los títulos a continuación con la mayor seriedad posible. Todos los motivos que enlisto son, en definitiva, motivos incorrectos para abandonar el Cuerpo del Señor y, para sorpresa de algunos, motivos que he escuchado en algún momento, ya sea para dejar de congregarse donde se congrega un servidor, o para dejar la iglesia donde se están congregando y venir a donde un servidor. Sin importar de dónde o a dónde, la integridad por la membresía local debe mantenerse y, presento mi defensa a continuación.

No hay hermanos(as) de mi edad.

Como soltero, debo de confesarlo. La iglesia es un lugar muy seguro para encontrar una pareja piadosa. Y con ‘seguro’ no me refiero en términos de certeza, sino de protección. Es decir, el creyente soltero sabe que puede hallar a su cónyuge en la iglesia, porque comparten los mismos valores y, a primera vista, prioridades por Cristo y su causa. No obstante, éste no es el propósito inicial ni principal de la congregación.

La iglesia no nació para hacer match-making entre los jóvenes, sino para predicar a Cristo (Hch. 1:8; 2:11), perseverar en la oración (Hch. 1:14), recordar las enseñanzas del Maestro (Hch. 2:22-24) y compartir todas las cosas con los hermanos (Hch. 4:34-35). Cualquier otro ministerio de la iglesia es bienvenido y fomentado, pero subyugado a las funciones principales de la Iglesia. Dicho esto, los jóvenes hacen bien en buscar una pareja de virtud entre los hermanos de la fe, pero no deben desanimarse si la iglesia no dedica sus recursos a conseguir un determinado número de nupcias entre sus miembros al año.

Por otro lado, esto tampoco debe ser motivo para abandonar. Cuando a mí se me llegó a cuestionar si abandonaría la iglesia ‘porque no hay jóvenes’, sencillamente me limité a responder ‘si te vas, seremos todavía menos jóvenes, ¿por qué contribuyes a la causa por la que te estás quejando en primer lugar?’. Puedo entender las preocupaciones de la generación en la que me encuentro pero, sin lugar a dudas, las acciones con las que responden son totalmente injustificadas. Dejar la iglesia por fines personales nos hace similares a Demas (2 Ti. 4:10), antes que a Timoteo (1 Ti. 1:3).

No es mi denominación.

¿Un anglicano en una iglesia bautista? ¿Un presbiteriano entre metodistas? ¡Vaya mundo en el que vivimos! San Pablo, cuando escribe a los Corintios, les recuerda lo importante que es entender que en la Iglesia la centralidad es Cristo y nada debe quebrar esa unidad (1 Co. 1:10-13; 3:4-6), y a los Efesios reafirma que, por más diversas que puedan ser las congregaciones locales, hay «una sola fe» (Ef. 4:4-6).

Aquellos que me conocen, sabrán que soy un feliz defensor de las tradiciones y, por lo tanto, un tanto celoso de la denominación histórica de la que me he abrazado. No obstante, aunque algunos aspectos de la liturgia -es decir, el orden de culto- sean distintos, mientras la doctrina que se enseñe sea la bíblica -algunos la llaman apostólica- no podemos tener un argumento sólido contra abandonar la iglesia. Vaya, ¡tanto luchamos para que los judíos entendieran que no hay distinción entre ellos y nosotros en términos de Cristo (Gal. 3:28)! Y, ¿ahora nosotros vamos a discriminarnos porque somos de tal o cual denominación? Pareciera que no hemos aprendido la lección.

Quizás un paréntesis es válido. Hay posturas centrales que nos orillan a considerar la decisión de dejar la congregación donde no se está predicando la palabra de Dios -finalmente, la pureza de la Iglesia puede verse por la pureza del Evangelio que guarda y predica (Ap. 3.8)-, pero la apelación que pretendo hacer es que, difícil es el argumento por abandonar una iglesia donde alguien es bautista y se congrega con anglicanos. Quien crea que Dios separa a sus denominaciones, que investigue si la Nueva Jerusalén del Apocalipsis estará dividida en municipios o provincias para cada denominación (Ap. 21:22-27).

No coincido con el pastor.

Quizás vale la pena iniciar por la única excepción. Si uno no coincide con el pastor, pues la doctrina que predica -con sus palabras y sus acciones- no es el Evangelio de Cristo, es motivo válido (Hch. 17:11 cp. 2 Ti. 3:1-5). Fuera de este paréntesis, toda diferencia con el pastor no solo es no-vinculante para dejar la iglesia, sino que incluso puede hablar de un problema nuestro al sujetarnos a nuestros pastores y autoridades eclesiales (He. 13:17 cp. Ro. 13:1).

Si el pastor es muy joven, no debemos tenerlo en poco (1 Ti. 4:12); si muy anciano, más aún debemos honrar su testimonio (1 Jn. 1:1-4). Si nunca toma descansos o si los toma muy seguido, si viste corbata, moño o vaqueros, si dice ‘Santa Comunión’ en lugar de ‘Cena del Señor’, si ora el padrenuestro -no sé por qué sería un problema-, si votó por tal partido o candidato, entre muchas otras ideas en las que podemos ahondar, todas se ahogan en un sencillo ‘su trabajo es predicar a Cristo, no agradarnos’ (1 Co. 2:2). Claro está, el pastor debe cuidar su imagen (1 Ti. 3:2-7), pero a veces pensamos que su imagen es bajo nuestro concepto y escrutinio, cuando no es así.

Un ejemplo personal puede servir aquí. Los que me conocen, saben que tengo cierta postura con la música contemporánea y, en las congregaciones donde he tenido el privilegio de servir, he participado en un par -a veces, más- de ocasiones en las que interpretamos estos cantos modernos, casi todas las veces a petición del pastor en turno. ¿Coincido? Definitivamente, no. ¿Es motivo para mi salida? No, debo amar a mi pastor y a mis hermanos por sobre mis preferencias musicales.

Me están obligando a servir.

Aunque hay quienes podríamos decir “pues, ¡con mayor razón! ¡quédate!”, debo confesar que entiendo a los hermanos que se sienten abrumados por el peso del servicio, aún más cuando este parece impuesto antes que un aporte voluntario al Cuerpo de Cristo. Dicho esto insisto. No es razón para dejar la iglesia.

El servicio es un don y una responsabilidad que Dios le ha concedido a sus hijos (Mt. 28:19-20 cp. 1 Pe. 2:21) y el corazón del servicio no es el agrado de uno mismo, sino la edificación de la iglesia (1 Co. 12:7). Esto lo sabemos porque los dones no son dados por el hombre, sino por Dios (1 Co. 12:1-3), por lo que negarnos al servicio es negarnos a la obediencia al llamado de Dios, actuando como el hombre que escondió su talento en aquella parábola (Mt. 25:25), pues esto es directamente desobediencia al Espíritu Santo, quien nos manda a edificarnos unos a otros (1 Ts. 5:11).

Si uno se siente obligado y no quiere servir, siempre es bueno hablar con las autoridades eclesiales y pedir un tiempo para meditar, ser fortalecido en el Señor y prepararse en mente y cuerpo para servir. Como lo dijimos antes, negar el servicio a la iglesia es equivalente a decir ‘a mí el Espíritu Santo no me ha dado ningún don, como a ustedes’, pero a veces algunos hermanos requieren de más confianza y precisión para ejercerlos. Todo a su tiempo, pero sin excusa para abandonar la iglesia (1 Co. 12:26-27, 31).

La música no me gusta.

Si con mal nos referimos a que los músicos no pueden ejecutar con virtud sus instrumentos, perdónenlos -porque yo estoy contado entre ellos-. No obstante, si hablamos de que tocan música muy acelerada, o quizás lo contrario, muy lenta y aburrida, hay quienes piensan que es prudente salir de la iglesia, pues no se acopla a su estilo.

Definitivamente, cuando el Espíritu Santo nos convoca a alabar al Señor con himnos, salmos y cánticos espirituales en nuestros corazones (Col. 3:16), no consideró si hay géneros musicales que van en la iglesia y otros que no, sencillamente convocó a cantar al Señor -quería poner una cita bíblica aquí, pero tendría que citar todos los salmos-. Con esto en mente, claro que la iglesia ha sido llamada a guardar compostura (1 Co. 14:40) y mostrarse sobria en medio de un mundo que practica el libertinaje y que usa la música como una herramienta para sus lujuriosos e inmorales propósitos (Pr. 1:0; 5:3; cp. Fil. 2:14-15; 1 Jn. 2:15). Así, muchas veces la iglesia no presenta una propuesta musical innovadora, pero no porque deba hacerlo, sino porque no estamos para agradar a los hombres, sino a Dios (Col. 3:23).

Salirse de una iglesia porque cantan himnos y no el nuevo sencillo del matrimonio de moda -el que lee, entienda- no revela que la iglesia es aburrida sino, que expone al que abandona como alguien que no iba a escuchar a Dios hablar, por el contrario, tan solo deseaba un boleto gratuito para un concierto de su gusto. El tal quería ser el centro de la Iglesia, no Cristo (Col. 3:1-3).

Tuve un pleito con tal hermano.

La gran piedra de todo cristiano que abandona su congregación. A veces se piensa que es muy piadoso si tomamos la ventaja y mostramos amor huyendo de un conflicto mayor con un hermano. Tomamos -con orgullo, lamentablemente- como virtud el que nos alejemos para evitar una discusión que pueda escalar rápidamente con nuestros hermanos y, como cereza del pastel, apelamos al terrible argumento de que es ‘para no causar división’, irónicamente, por medio de una ruptura nuestra.

Amados, Cristo nos manda a reconciliarnos ante todas las cosas, San Pablo instruye a soportarnos -literalmente, sufrirnos- y perdonarnos unos a otros (Col. 3:13). Y claro, no faltará el hermano -o hermana- que insista ‘pero ¡¿con ese miserable anim… hermano en Cristo?! No, con él no se puede dialogar’, pero yo me pregunto, ¿tan incrédulo eres que piensas que ni las mismas corrientes dulces del Consolador Eterno pueden suavizar el corazón endurecido que juzgas (Ez. 11:19-20)? Quizás valdrá la pena examinarse a uno mismo, porque eso realmente es señal de que el corazón de piedra está en alguien más, en quien abandona (1 Jn. 2:19-20).

Si se me permite concluir, es normal tener diferencias con nuestros hermanos. Quien tenga hermanos en la sangre no me dejará mentir, es doloroso enfrentar los conflictos familiares. No obstante, como coloquialmente decimos la sangre llama, esto es, que la unión familiar y el amor fraternal siempre triunfan sobre esos conflictos. Así debe ser en la familia de la fe, pues nosotros también tenemos una sangre en común, la de Cristo (1 Jn. 3:1-3 cp. Gal. 4:6-7) y, aquél que esté dispuesto a negar que el vínculo que procura el Señor es menos efectivo que la sangre de la familia en la carne, que presente su defensa delante de las Escrituras.

Si Cristo no abandonó a su Iglesia cuando nosotros hemos tenido pleito con Él (Ro. 5:8), entonces debemos corresponder de la misma forma con nuestros hermanos (1 Jn. 3:16).

El pastor (o un maestro, o servidor) me lastimó.

Es preciso ser cautelosos cuando abordamos este punto en particular, porque la labor del pastor al predicar el Evangelio incluye recordarnos nuestra naturaleza pecaminosa (Ro. 3:10-18) por lo que es un golpe al orgullo. Si esto es lo que te ofende, antes de abandonar, deberías dar gracias a Dios que tiene a un pastor que ama tanto a la congregación -incluyéndote- que predica la verdad, sin importar el costo que pagará por hacerlo (2 Co. 11:23-28).

Si algún comentario, expresión, rostro o acción aparte fue el que te ofendió, ¿no dice el Evangelio que la solución es ir a reconciliarnos (Mt. 18:15-16)? ¿Por qué, entonces, nuestra primer salida es abandonar en lugar de luchar con -y por- amor? O, pregunto yo ¿qué tanto amor demostraría yo si abandono a mi pastor o a mi maestro para que vuelva a cometer el mismo pecado con otro hermano en el Señor en lugar de confrontar la situación? ¿no acaso ese es el amor que Cristo demanda de nosotros al soportarnos y perdonarnos (Col. 3:13)?

No es el lugar para mi.

En otras ocasiones se trata de esconder excusas absurdas -porque eso son- con un argumento semi-piadoso como ‘siento que no es el lugar para mi’ o ‘no me siento cómodo(a) para adorar al Señor en este lugar’ y, aunque esto suene directo, debe decirse, ningún fiel seguidor de Cristo se atrevería a usar un argumento tan simplista y, si me permiten la expresión, cobarde. Tres características alimentan mi conclusión.

En primer lugar, es cobarde porque esconde los motivos verdaderos. Aquél que realmente desea hablar, lo hará y, aunque alguien quiera esconder sus motivos en falsa humildad, en realidad solo demuestra la falta de confianza que siempre hubo hacia los hermanos en la fe. Este tipo de actitudes solo deriva en chismes, rumores, malos tratos y aún especulación, tanto de parte de los que se van, así como de los que se quedan.

En segundo lugar, es cobarde porque no muestra suficiente amor para corregir a los hermanos. El hermano que no ama, no ha nacido de Dios (1 Jn. 4:7-8) y, la forma más clara para mostrar amor a los hermanos que están mal es hacerles saber su error, no para reclamarlo, sino para que no lo cometan más (Mt. 5:23-24; Pr. 27:17 cp. 1 Jn. 2:1). No hacerle saber a los hermanos las verdaderas razones de nuestra salida solo alimenta la preocupación en las conciencias de los que se quedan, algo que es pecaminoso tanto por comisión (1 Co. 10:24; Gal. 6:10) como por omisión (Ef. 4:25).

En tercer lugar, es cobarde porque no está abierta a la razón. La amargura que se ha sembrado en el corazón del desertor es tal, que nada lo va a convencer a no abandonar la congregación, su decisión ha sido tomada y nada de lo que se pueda decir lo hará pensar distinto. Esta no es la mente de Cristo (1 Co. 2:16) sino la mente del hombre, que ya se ha dicho «esta es la decisión más sabia», siendo que es la más necia de todas (Pr. 3:7; 26:12).

Motivos correctos.

Hermanos, ¿notaron que todos los motivos anteriores incluyen al ‘yo’? Permítanme citarlos, destacando su cínico egoísmo: No hay hermanos de mi edad, no es mi denominación, no coincido con el pastor, me están obligando a servir, la música no me gusta, tuve un pleito con [un] hermano, el pastor me lastimó y/o no es el lugar para mi.

Ahora bien, ¿significa que no hay motivos válidos para reconsiderar nuestra membresía? ¡Claro que sí! Pero ninguno de ellos involucrará nuestros gustos, preferencias u opiniones, sino factores que afectan la vida misma de la congregación como cuerpo unido. Con esto en mente, el cristiano no buscará abandonar la iglesia, sino meramente congregarse con otro grupo. Notemos esa crucial diferencia. En el primer caso se pretende definitivamente no volver a convivir con aquellos «hipócritas que tanto daño me hicieron», en el segundo se busca mantener «la unidad de la iglesia y eventualmente la reconciliación con los hermanos». Aunque, no siempre debe haber conflicto para movernos, y lo expongo a continuación.

Si eres convocado a servir en donde hay necesidad.

Muchas veces el Señor permite que las iglesias crezcan y puedan desarrollar todo tipo de tareas simplemente con el número orgánico de personas que llegan a congregarse. No obstante, en otras ocasiones, es necesario que alguna otra congregación local pueda apoyar en la labor de siembra y crecimiento de un ministerio. Esto era común práctica entre los discípulos que ministraban en Asia (2 Ti. 4:11-12) y aún el día de hoy sucede. Mientras pocas son las congregaciones que pueden tener orquesta o una pluralidad considerable de ancianos, otras requieren incluso que un hombre haga dos o tres funciones.

Ante estos casos, la historia nos narra que la Iglesia mandaba a los misioneros. Y, aunque no conviene entrar en detalles de cómo es que el concepto de la misión ha cambiado con los años, la idea radica en que estos hombres se iban a otras congregaciones para servir en lo que se pudiera. Particularmente, los apóstoles enviaban misioneros para establecer ancianos -capacitar pastores, en términos contemporáneos- y resolver conflictos entre los hermanos (Tit. 1:5). Así entonces, uno no deja la iglesia local en medio de un conflicto o pelea, sino incluso con la bendición del pastor que lo comisiona.

Si el pastor no predica el Evangelio.

Es casi obvio, ¿no es verdad? Si en la iglesia cristiana no se predica a Cristo, como debería suceder (1 Co. 2:2), entonces [1] no es una iglesia cristiana (Gal. 1:8-9) y [2] es necesario hallar otro lugar donde Cristo sea exaltado.

No obstante, quiero aclarar este punto. Con predicar a Cristo nos referimos a la predicación fiel de las Escrituras (2 Ti. 4:2), de modo que cualquier otro tipo de predicación, conferencia, charla o disertación que no sea la Palabra de Dios siendo abierta, expuesta y aplicada a los creyentes, sencillamente no es predicar a Cristo. Así también, cualquier desviación de la verdad de Cristo y la fe que ha sido dada una vez a los santos (Jud. 3) y guardada fielmente por la Providencia de Dios a través de estos dos milenios de historia tampoco puede ser considerado predicar a Cristo.

No quisiera extenderme en las medidas para abordar una situación así en la iglesia local. Sin embargo, incluso este extremo puede ser combatido antes de considerar la deserción. San Pablo, por ejemplo, corrigió a San Pedro cuando su doctrina elitista era de condenarse (Gal. 2:11); asimismo, Priscila y Aquila corrigieron a Apolos cuando su predicación en Éfeso era imprecisa (Hch. 18:26). A la prudencia, oración y meditación de cada uno quedará las medidas a partir de este punto.

Si tu servicio a Dios es menospreciado.

Una aclaración es necesaria aquí, pues no me refiero a una suspensión por indisciplina, o un periodo de observación para confirmar los dones con los que podemos servir en la iglesia. Se trata más de aquél caso donde los dones de uno son despreciados, hechos menos o ignorados en su totalidad. Es decir, es válido dejar la congregación local cuando es la misma congregación local la que muestra falta de amor y hermandad a uno, al punto que aún su servicio es hecho menos o nulificado en totalidad.

Un caso que se asemeja a lo que busco presentar es aquel de la diferencia entre San Pablo y San Bernabé sobre la compañía de San Marcos en su misión (Hch. 15:37-38). Observemos que el apóstol Pablo no consideró digno a San Marcos para acompañarlos en el segundo viaje misionero y, aunque varios lo justifican, debo apelar a mi conciencia y decir que no lo haré yo así, pues San Bernabé era quien conocía mejor al discípulo, al punto de que lo consideró digno del viaje (Hch. 15:37, 39).

Sin embargo, aún con los conflictos que una separación así puede ocasionar, el amor debe seguir reinando entre los hermanos en la fe. San Pablo, siguiendo el ejemplo, supo reconocer más adelante que San Marcos resultó un hombre muy útil para la obra de Cristo, de modo que regresó a servir con el benjamita (2 Ti. 4:11). Por lo tanto, aún en esta circunstancia debemos ser prudentes en nuestra salida, pues es posible que el Señor abra los ojos de los hermanos y podamos serles útiles, mismo caso si nosotros hemos menospreciado a un servidor que, pronto vemos, resulta una pieza clave para la causa de Cristo.  

Adiós, [cristiano]

Otras razones son válidas, claro está. Si alguno de nosotros nos cambiamos de casa, es prudente buscar una iglesia local, mientras esta sea una iglesia que enseñe fielmente el Evangelio de Jesucristo. Igualmente, si se contrae matrimonio -o eso se pretende- y los cónyuges asistían a distintas congregaciones, es más que natural que uno de ellos deba mudarse para estar juntos, procurando que la iglesia local predique fielmente el Evangelio del Señor. Y más casos pueden enumerarse, pero cansaría al lector desarrollándolos en una sola exhibición.

Sin duda, lo más importante que debemos recordar en estas circunstancias es, que la iglesia local es una familia en el Señor, de modo que dejarla es equivalente a salir de casa en la sangre, ¿qué nos motiva? ¿en qué términos es sabio salir o mudarse? Una mudanza, aún en lo eclesial, requiere de oración, meditación, y profundo análisis en saber si no hay motivos egoístas detrás. Aún en nuestras decisiones difíciles en tanto a la iglesia local, se debe actuar como Cristo nos mandó a actuar, agradándole, dando fruto y creciendo en Él (Col. 1:9-11).

A Dios sea la Gloria.