¿Santa María se llama ‘Guadalupe’?
El respeto, veneración y honra que los romanos tienen por María es, en una sola expresión, incomparable. Quiero aclarar de inmediato, esto no lo vuelve auténtico o bíblico. No obstante, es impresionante que la tradición romana dedica varias fechas a recopilar y honrar la vida de aquella mujer que Dios bendijo con la enorme dicha de ser la elegida para dar a luz, alimentar y criar al Señor Jesús, mientras que los protestantes optamos cada vez más por voltear la mirada de ella, si acaso viéndola como una mujer obediente. Dedicaremos unos párrafos a observar esto a la Luz de la Palabra de Dios.
No obstante, también quisiera atender un particular evento que Roma describe sobre Santa María y este es el de las vírgenes. No que haya muchas sino que, de acuerdo a la tradición romana, las manifestaciones de María -llamadas también mariofanías- generalmente incluyen el levantamiento de un monumento o un templo para que los cristianos -romanos- puedan peregrinar y adorar a Dios. En respuesta, la iglesia nombra a María como «protectora» de dicha región y «virgen» de aquél lugar. Especialmente, México es sede de una de las apariciones marianas más reconocidas en todo el mundo, casi como una segunda capital espiritual, junto a la Basílica de San Pedro, para los romanos alrededor del mundo. Hablo de la virgen de Guadalupe.
A la luz de las próximas fechas romanas a celebrarse -la inmaculada concepción el noveno de este mes y la mariofania el doceavo del mismo-, quisiera que observemos con detalle la historia narrada por la tradición romana, la comparemos con las Escrituras y resolvamos, de una vez y por todas, cuál es el rol de María para la iglesia contemporánea, así como el reconocimiento y honra que debería -o no, lo veremos- recibir de nuestra parte.
La historia de Doña Lupita.
Bien, debo iniciar diciendo que esto no es una biografía de María de Guadalupe. No soy romano, mucho menos guadalupano, por lo que no es mi intención discutir el que los eventos hayan ocurrido como se describen por la iglesia de Roma o no; esto es, comenzaremos asumiendo que los eventos son verídicos -o, al menos, les daremos el beneficio de la duda- y, nos dedicaremos a ver las implicaciones teológicas a las que estos están sujetos, pues es sensato siempre aproximarnos ante todas las cosas con mente abierta, pero igualmente es prudente al alma que, tan abierta sea la mente, igualmente debe estar abierta la Biblia delante de nosotros, de modo que no solo podamos escuchar, sino también discernir (Hch. 17:11).
Desde el cielo una hermosa mañana…
La tradición mexicana narra que Santa María, Madre de nuestro Señor Jesucristo, se apareció a un indígena chichimeca de nombre ‘Juan Diego Cuauhtlatoatzin’ hasta en cuatro ocasiones. El deseo de la virgen era, entonces, que se construyera una iglesia en las Indias -o las Américas-, pidiendo así que el obispo Juan de Zumárraga -franciscano, por cierto- recibiera la notificación. Al negarse, la virgen insistió hasta en dos ocasiones más, donde la tercera se acompañó de una señal. Juan Diego debía recoger flores del cerro y guardarlas en su tilma -una tela- las cuales, cuando las dejó caer al suelo frente al obispo, se reveló la impresión de la virgen María que hoy está en la Basílica erigida en su honor, en la Ciudad de México.
Desde ese momento, tanto la antigua capilla -u oratorio- y la ahora Basílica albergan a decenas -si no centenas- de miles de peregrinos que vienen en estas fechas a rogar por su intervención pues, la leyenda de la «siempre milagrosa» solo creció y creció desde que su templo se erigió en las Américas y la fama de su intervención se propagó entre paganos y fieles. Tal ha llegado a ser su fama que hay quienes, sin reconocerse cristianos, se dicen guadalupanos -lo cual, debo confesar, carece todo el sentido del mundo-.
De[l Tepeyac] ¡para el mundo!
De hecho, por los tiempos en los que la virgen de Guadalupe se aparecía en las Américas -s. XVI-, en Europa se libraba la batalla teológica más resonante hasta nuestros días, la reforma protestante. Sin considerar mucho las posturas de los reformadores sobre María, de particular interés es la respuesta de Roma -comúnmente referida como contrarreforma- dictada en el Concilio de Trento -entre 1545 y 1563-, donde la iglesia de Roma dicta la doctrina de la inmaculada concepción, que registra a María como una mujer que nació libre del pecado original -es decir, no heredó la naturaleza pecaminosa del hombre (Ro. 5:12, 19)-. Aún más, el papa Pío IX, en su encíclica Ineffabilis Deus dicta que María es libre no solo del pecado original, sino del pecado natural -es decir, no heredó ni cometió pecado alguno-.
Antes de la Roma institucional, varios obispos y maestros ya argumentaban sobre la honra y, en algunos casos, veneración que Santa María merecía. Por ejemplo, San Agustín mismo fue uno de los padres de la Iglesia que escribió en favor de una visión más mística de la persona de María (Douglas & Tenney, 2011) pero sin promover su adoración; claro está, el Papa Gregorio I pensaba de otro modo. Los mismos padres de la Iglesia reconocían en María una madre de los discípulos -y por lo tanto, de la iglesia- en las mismas palabras de Jesucristo (Jn. 19:26-27).
En la actualidad, la veneración mariana igualmente ha recibido altas dosis de respaldo por parte de Roma. Tan solo hace menos de un siglo, en 1950, el papa Pio XII publicó Munificentissimus Deus, donde dicta la doctrina de la ‘Sagrada Asunción de la Santa Virgen María’ y levantando una advertencia de apostasía a todo aquél que se atreva a negar tal evento como verídico (SS. Pio XII, 1950). Esto le ha dado a María títulos como Reina del Cielo o Co-redentora, de tal forma que, los pasajes que antes se atribuían a la Iglesia -o, por dispensacionalistas, al pueblo de Israel- como aquellos de Apocalipsis 12, ahora se aplican a María. Ésta es la María de Roma.
Verdadera mariología.
En un país tan arraigado en la identidad nacional -más ahora entre los escándalos políticos por la soberanía por sobre el imperio español- es casi irónico que el objeto al que más culto se le rinde en este país es a la aparición mariana de la Virgen de Guadalupe y Extremadura -una figura española- que ocurrió en Tepeyac, en la Ciudad de México. Es aún más sorprendente que varios se consideren guadalupanos y no católicos, abocando más a un culto pagano que a la tradición romana organizada que, aunque reconoce como canónica la aparición, no demanda su veneración de los fieles (Bentley, 2019).
Todavía más sorprendente es la surreal teología que sobre-enfatiza -y otorga atributos divinos- a Santa María por el simple hecho de ser «madre de Dios». Tanto ha sido así que, es más que entendible que el protestantismo ha tomado una postura radical en tanto a la persona de María, quitándole su titulo de «Santa», cambiando su tratamiento de «madre de Dios» a «madre de Jesús» y prohibiendo cualquier reconocimiento honorífico a su persona, como llamarla «bendita entre las mujeres» o «muy favorecida», términos que están inscritos en las Sagradas Escrituras (Lc. 1:28).
Ahora bien, nótese que a las acciones descritas las he observado como entendibles, mas no como justificables porque, considero que, si el lector me permite presentar mi defensa, Santa María ha recibido la más cruel consecuencia de la catolicofóbia entre aquellos que reservamos toda reverencia y adoración a Jesucristo. Y, sin alargar innecesariamente mi preámbulo, deseo argumentar por una mariología -la rama de la teología que estudia a la persona de María y el Nacimiento Virginal- realmente sana y bíblica.
Una mujer.
María fue, sin lugar a dudas, la mujer más privilegiada en la historia de la humanidad -y dicen que el cristianismo es machista-, pues ella fue la elegida por Dios para traer a este mundo a Jesucristo mismo, el Verbo hecho carne (Jn. 1:1-3). Quien quiera negar el enorme privilegio y favor que Dios mismo depositó en la virgen, solo deberá leer las palabras del ángel (Lc. 1:28) y de Elisabet (Lc. 1:42-43) y así decidir si María fue más que una mujer, o una mujer sencilla que recibió el mayor privilegio que cualquier ser humano pudo tener. Históricamente, los protestantes han optado por la segunda opción, haciendo eco del relato en Lucas, ¡vaya mujer bienaventurada! En tanto a sus títulos de favor y bienaventuranza, caso cerrado.
No obstante, esta gran dicha inmerecida no exentó a María de la necesidad de la salvación. A pesar de ser la madre de ‘Dios entre nosotros’ (Mt. 1:23), el Señor Jesucristo enseñó que ninguna relación de sangre tenía favor para torcer el justo Brazo de Dios hacia la misericordia (Lc. 8:19-21), de modo que el título madre de Dios no le otorgó licencia para ser limpia de toda maldad sino que, como todos nosotros, debía arrepentirse y guardar su fe en el Nombre de Jesús, su hijo (Lc. 11:27-28).
Las pruebas de todo lo anterior se encuentran en los mismos evangelios, los cuales revelan a María como una mujer que no entendía las enseñanzas del niño Jesús (Lc. 2:50 cp. Mr. 3:20-21; 31), al tiempo que tampoco entendía su verdadera misión en la tierra (Jn. 2:3). María, como cualquier madre, acompañó y lloró amargamente la muerte de su hijo (Jn. 19:25), lo que implica que no comprendía el misterio glorioso de la resurrección. Y, solo después de la resurrección -porque no hay registro bíblico previo-, ella se mantuvo dentro de la fe cristiana, orando y conviviendo con los santos apóstoles (Hch. 1:14). Dios no solo le concedió el privilegio de dar a luz al Salvador, sino también que ella fuera salva por Él (Jn. 3:16).
En su aspecto más humano, fue una mujer casada. Si bien, Jesucristo fue concebido con María aún siendo virgen (Lc. 1:34), José es reconocido como su esposo más adelante (Mt. 1:24; Lc. 1:27; 2:4-5) y Jacobo, José, Judas y Simón sus hermanos (Mt 13:55–56 cp. Mr 6:3). Dado que después del incidente en el templo no se sabe más de José en ninguno de los relatos bíblicos salvo por referencia (Lc. 4:22), algunos teólogos (Douglas & Tenney; 2011) sugieren que María era viuda al momento del ministerio de Cristo y, puesto que la familia humana del Señor Jesús era muy pobre (Lc. 2:24 cp. Lv. 12:8), es probable que, en efecto, José haya muerto mucho antes de la vejez. María, entonces, en términos bíblicos, no solo dejó de ser virgen (Mt. 1:25) sino que murió viuda.
Una santa.
Sin duda, aunque eventualmente fue salva por Cristo, María de principio era una mujer temerosa de Dios. Aunque no descrito explícitamente, San Mateo deja ver un esbozo de esto en la misma genealogía de Jesucristo, donde es la única mujer justa y de virtud en la línea dorada, siendo acompañada únicamente por Tamar, Rahab, Rut y Betsabé (Gaventa, 2016). Así también, ella es la que actúa en favor de la protección del Niño Jesús durante sus primeros meses encarnado (Mt. 2:11, 13-14, 20-21), y todo esto sin decir una sola palabra en queja o reproche (Lc. 2:19, 51).
Aunque poco se sabe de su vida devocional temprana, sabemos que tan devota, que no vaciló al momento de ser anunciada como la portadora del Salvador del mundo, por el contrario, humildemente se sometió a la Voluntad Divina (Lc. 1:38). Bendito Dios, ninguna de sus vecinas y amigas vestían pañuelos verdes.
Es de destacarse la espada que atravesaría el alma de María (Lc. 2:35) que, aún sin probarlo textualmente, todos los críticos y teólogos coinciden que se habla del atestiguar la muerte de su propio hijo (Manser, 2012); cualquiera que quiera debatir esto, que vaya primero a su madre y le pregunte qué sentiría si ella tuviera que verle morir o sepultarlo, podría afirmarles que estaría devastada y llorando en su cuarto, en su intimidad, justo como los Evangelios la destacan por su ausencia en la tumba (Jn. 20:18).
Finalmente, María recibió su carácter como «santa» al ser salva por medio de la fe en su propio Hijo -en la carne-. La filiación de sangre que Jesús tuvo con María no le da mayores privilegios que a ninguno de nosotros, y, como prueba de ello está su oración junto a los discípulos (Hch. 1:14). En ningún momento ella toma precedencia entre los santos apóstoles, y mucho menos se iguala a ellos. Aún en estas actitudes, demuestra que era la mujer temerosa de Dios y prudente que leemos al principio de la narrativa de San Lucas (Lc. 2:19).
Esta es María, y esta es toda la mariología que el protestantismo puede ofrecer. No porque ahondar en su vida sea idólatra, sino porque sencillamente ni los Evangelios, ni los Hechos, ni algún otro recurso o momento de la Iglesia se enfocan en ella, sino en Su Hijo. Este es el último y mayor punto que puedo reconocer, admiro de esta mujer. Siendo la más privilegiada entre todos los hombres, supo ser humilde, al punto de que no recibió, en todo el Nuevo Testamento epistolar, ninguna sino solo una mención indirecta (Gal. 4:4) y nada más. Ella conocía bien su lugar en la historia salutis, haríamos bien en recordarlo, honrar a Dios por ello, y dar gracias por ella.
¡Ven, venid a Él, al Hijo de María!
Quiero concluir, entonces, argumentando sobre una controversia más. A veces pareciera que a nosotros, los protestantes, nos da pavor el término madre de Dios (θεοτοκός) porque se cree que fácilmente se cae en mariolatría. Esta postura no solo es común entre nosotros, sino que disentir puede poner en duda nuestra fe en la firme columna de Solus Christus. Sin embargo, nada puede estar más lejos de la teología histórica que negar esta realidad, no sobre María, sino sobre Jesucristo.
Es importante aclarar que este término «madre de Dios» surgió a partir de una controversia introducida por Nestorio en el siglo V, donde él argumentaba que Jesús no era Dios desde la concepción, por lo que María fue «madre de Jesús» y no «…de Dios». Así, al menos en términos históricos, negar que en María el Espíritu Santo concibió a Dios mismo sería negar el misterioso milagro de la encarnación (Fil. 2:7) y, no conozco a alguno de mis hermanos que esté dispuesto a decir que Jesucristo no era Dios en algún punto de su vida, desde la concepción (1 Jn. 4:2-3). Históricamente -y nótese que lo aclaro, en términos históricos-, decir madre de Jesús es equivalente a negar la deidad del Cordero de Dios desde la concepción, porque se está separando a la Persona Divina de Jesucristo de su naturaleza humana. La cantidad de herejías y blasfemias que de esto puede derivar es sencillamente incontable. Por eso, la Iglesia lo ha defendido tan fuertemente durante los milenios, María fue la madre de Dios, nuestro Señor Jesucristo.
Amados hermanos, si bien algunos autores (Proctor, 2006) son certeros en invitarnos a ser cautelosos en no caer en la adoración de María, es importante que entendamos que varios términos, por más incómodos que parezcan a simple vista, son de vital certeza para la fe cristiana. Llamar «madre de Dios» a María no la exalta a ella, sino a Cristo, que es Dios desde la eternidad, incluyendo la concepción. Bajo esta lógica -y sin entrar en latrías- José fue padrastro de Dios, y Jacobo, Simón, Judas y José fueron hermanastros de Dios; los santos apóstoles fueron discípulos de Dios, Poncio Pilato fue juez de Dios, los judíos fueron verdugos de Dios. Observemos que, por más extraño que a la mente puedan parecer, no podemos sino asentir ante ellas, porque éstas frases no buscan privilegiar al actor -la madre, el padrastro, los hermanastros, jueces o verdugos- sino que reconocen la Deidad y Majestad de Aquél que recibe la acción, esto es, Dios. No importa lo que los demás son en estas frases, lo que importa es que Él es Dios en todas ellas (He. 13:8).
Aquí descansaré mi defensa sobre Santa María; aunque insistiré una vez más en mi llamado al discernimiento. Si alguno es libre de conciencia para reconocer el enorme privilegio y favor de María y cantar junto con ella “mi alma engrandece a mi Señor” (Lc. 1:46), llamándola llena de gracia y bienaventurada (Lc. 1:42), es bienvenido. Algunos más, tendrán incomodidad pero, nótese, hay diferencia entre incomodidad e incredulidad. Quizás coincidan conmigo en todo lo que hemos presentado, excepto en la terminología para referirnos a la madre de nuestro Salvador. Si su conciencia se rehusa por celo de nuestro Señor Jesucristo, harán bien en mantener su postura, pues nuestra salvación no depende de lo que afirmamos sobre María, sino en la fe puesta en el Señor Jesucristo. Dicho esto, tanto a aquellos que sí, como a aquellos que no, nos servirá actuar con prudencia y con amor a los que sostienen una postura distinta, recordando siempre que lo que nos une, como lo acabamos de decir, no es María, sino su Hijo.
Él es Cristo el Rey, pastores y ángeles cantan. ¡Ven, venid a Él, al hijo de María!
A Dios sea la Gloria.
Fuentes de Consulta.
Goyau, G. (1907–1913). Guadeloupe. En C. G. Herbermann, E. A. Pace, C. B. Pallen, T. J. Shahan, & J. J. Wynne (Eds.), The Catholic Encyclopedia: An International Work of Reference on the Constitution, Doctrine, Discipline, and History of the Catholic Church: Vols. I–XV. The Encyclopedia Press; The Universal Knowledge Foundation.
Bentley, J.G. (2019). Marian Apparitions: The Bible and the Church. Our Sunday Visitor.
Douglas, J. D., & Tenney, M. C. (2011). MARIA, LA MADRE DE JESUS. En J. Bartley & R. O. Zorzoli (Eds.), & R. J. Ericson, A. Eustache Vilaire, N. B. de Gaydou, E. Lee de Gutiérrez, E. O. Morales, O. D. Nuesch, A. Olmedo, & J. de Smith (Trads.), Diccionario biblico Mundo Hispano (Novena edición, pp. 472-473). Editorial Mundo Hispano.
Munificentissimus Deus (November 1, 1950) | PIUS XII. (1950, October 31). https://www.vatican.va/content/pius-xii/en/apost_constitutions/documents/hf_p-xii_apc_19501101_munificentissimus-deus.html
Gaventa, B. R. (2016). MARÍA. En S. Pagán, D. G. Ruiz, & M. A. Eduino Pereira (Eds.), Diccionario Bíblico Eerdmans (pp. 1156-1159). Editorial Patmos.
Manser, M. H. (2012). Diccionario de temas bíblicos (G. Powell, Ed.). Software Bíblico Logos.
Proctor, W. C. G. (2006). MARIOLATRÍA. En E. F. Harrison, G. W. Bromiley, & C. F. H. Henry (Eds.), Diccionario de Teología. Libros Desafío.