Del amor y la fascinación…
Ahora que se acerca la fiesta de San Valentin -que comúnmente asociamos con el amor y las parejas-, quisiera que reflexionemos acerca del comportamiento humano alrededor de los sentimientos hacia otras personas, particularmente cuando tenemos mariposas en el estómago por aquella persona tan especial porque, si somos llamados a dar Gloria a Dios en todo lo que hagamos (1 Co. 10:31), entonces incluso al enamorarnos debe ser un acto que honre a nuestro Señor.
Could it be I’m falling in love?
Primero, quisiera puntualizar que el “día del amor” realmente debería llamarse “día de la fascinación” o “día del enamoramiento”, sencillamente porque si el mundo realmente celebrara el amor, todos iríamos a la iglesia en Pascua. No obstante, es muy común que la fiebre de amores capture a muchos de nosotros por las emociones y la vista, en ocasiones de forma mutua y, como resultado, celebramos esas uniones espontáneas los días catorce de febrero. Ahora, no estoy en contra de celebrar una relación sentimental, ¡al contrario! No obstante, el problema con el consumismo que nos rodea es que, aún en lo sentimental operamos con los ojos, no con el discernimiento. Así, enamorarse de vista resulta fácil y, por lo tanto, peligroso.
Cuando dejamos que el ojo, y no el discernimiento -entiéndase, Dios operando soberanamente (Sal. 37:4)- decida sobre nuestro futuro, estamos cayendo en un error que puede concluir en la fatalidad porque, contrario a lo que algunas escuelas de pensamiento puedan proponer, las Escrituras revelan que el amor es una decisión, mientras que la fascinación es un sentimiento. Más adelante profundizaremos en esto.
Sin embargo, no quiero avanzar sin antes aclarar algo muy importante. Y es que no es mi deseo desacreditar el obsequio enorme que Dios nos da de contemplar y disfrutar de la belleza humana. Pero cualquier hombre entre los creyentes puede verificar mis palabras y, he de decirlas con mucho cuidado, en el mundo no hay mujeres más decorosas y que capturen el corazón -y los ojos- de un hombre, que aquellas que están profundamente enamoradas de Jesucristo. Una mujer piadosa, devota y con decoro, aunque no esté en portadas de revistas, es hermosa. Y, de entre todas las damas y jóvenes en el mundo, aquella que sigue a Cristo incondicionalmente puede enamorar a cualquier hombre con facilidad.
¿Por qué puedo decir con confianza éstas anteriores palabras? Porque la mujer cristiana trabaja (Pr. 31:13, 15-16), muestra amor a los demás (Pr. 31:19-20), vive confiada en su Señor (Pr. 31:25), es enseñada en las Escrituras y éstas comparte a otros (Pr. 31:26), en resumen, es una mujer que «ya no vive ella, sino Cristo en ella» (Gal. 2:20). ¡Es más que natural que un hombre que busque esposa la vea y diga «muchas mujeres [obran] con nobleza, pero tú las superas a todas»! (Pr. 31:29).
Hermanos amados, debemos ser cuidadosos con nuestro corazón, porque éste puede enamorarse fácilmente por los ojos, pero sabio es aquél que ve el alma transformada por Cristo y dice «¡Ella! ¡Ella es!» -o él, para mis hermanas-. Nuevamente, esto no anula ni ignora la belleza humana. ¡Es más! El día que este artículo es publicado, un hermano de nuestro equipo de escritores se casa, y sé que tengo su permiso para decirlo, ¡su esposa es hermosa! Pero sé que él no solo ha visto la belleza que Dios le ha dado a su pareja, sino el corazón que el Espíritu Santo está nutriendo día tras día. De corazones así uno debe enamorarse. Los ojos se cierran y la vista se cansa, Cristo es eterno.
Con anybody find me somebody to love!?
Ahora, lo prometido es deuda. Quiero profundizar en mi postura sobre el amor como una decisión. El amor puede entenderse únicamente por medio de lo que éste manifiesta. El texto por definición está en la primera epístola a los Corintios, donde San Pablo reza que «el amor es paciente, es bondadoso; el amor no tiene envidia; el amor no es jactancioso, no es arrogante; no se porta indecorosamente; no busca lo suyo, no se irrita, no toma en cuenta el mal recibido; el amor no se regocija de la injusticia, sino que se alegra con la verdad; todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta» (1 Co. 13:4-7).
Lo primero observable de un texto tan hermoso es que describe al amor como paciente. Amados, el Espíritu Santo no se equivoca. El texto está en medio de un tratado sobre el servicio entre los congregantes de la iglesia (1 Co. 14:1), pero definitivamente también aplica para nuestras relaciones sentimentales, incluida la relación de pareja. Y, de nuevo, ¿quién de nosotros siente paciencia? ¿no es, en realidad, un deber, al punto de a veces ser una carga difícil de llevar? Pero la llevamos porque Él la llevo por nosotros (Sal. 86:15; 2 Pe. 3:9).
Otra característica del texto es que también define al amor por lo que no es. Y, dentro de las muchas cosas que describe el apóstol, la que más me llama la atención es que no busca lo suyo ni toma en cuenta el mal recibido (1 Co. 13:5). Esto es, el amor se proyecta tanto en el aquél -o aquella- a quien amamos, que su prioridad no es nuestro placer, sino su contentamiento. Y ¡qué puedo decir de pasar por alto las faltas! ¿quién de nosotros puede decir que reacciona bien ante las ofensas? ¿no es verdad que debemos trabajar en nosotros el dominio propio por causa de nuestra naturaleza caída, pronta para la ira? (Ef. 4:26-27). El ejemplo claro lo vemos en Cristo mismo, quien dejó la gloria celestial para rescatarnos de la Ira por nuestros pecados (Jn. 3:16; Fil. 2:6-7). Si eso no es amor, no sé qué podría serlo.
Por otro lado, la fascinación obedece a algo que es agradable a los ojos y/o a la mente -aunque no lo sea en realidad, por algo dicen que el amor es ciego… ¡Muy ciego, en ocasiones!-, pero que resulta -a esta percepción- irresistible. En otras palabras, la fascinación se puede entender como la sensación de que algo -o alguien- nos agrada, al punto de desearlo y procurarlo. No obstante, como toda sensación, es externa a nosotros -no la generamos, sino que simplemente la percibimos- y, al no depender de nosotros, estamos expuestos siempre a que ésta pueda desaparecer con el tiempo.
Y este es el corazón de la reflexión el día de hoy. La fascinación no necesariamente es mala. Pero lo que mantiene unidas a las personas es lo mismo con lo que Cristo nos une a Él, el amor (Col. 3:17). En los momentos más difíciles, la fascinación se convierte en decepción, pero el amor se vuelve la fuente de energía para luchar (1 Co. 13:7-8).
¿Puede acabarse el amor? Cómo posibilidad, sí. Cómo responsabilidad, jamás. El amor es un mandato por cumplir (Jn. 15:12), y tanto Dios lo opera en nosotros, como los hombres unos con otros. San Pablo describe que el amor nunca deja de ser. Esto es, que mientras uno decida amar al otro, Dios proveerá dicho amor, nacido del Espíritu Santo. No estoy en contra de que la fascinación sea un topping en nuestro amor hacia los demás -especialmente hacia esa persona-, pero la fuente y fundamento de nuestro amor debe ser nacido en Cristo. Si amamos desde la Fuente Eterna, el amor jamás acabará.
When I grow older, I will be there by your side to remind you how I still love you…
Dicho todo lo anterior, no quisiera sino finalizar mis palabras con un par de ánimos que, creo convenientes para todos nosotros, sea cual sea nuestro caso en el amor.
A los esposos, ¡Enamorense! ¡Embriaguense del amor que Dios les ha obsequiado el uno con el otro! No pongan límite alguno al amor que pueden dar a su cónyuge. Sean cercanos, íntimos, confidentes, amistosos, leales, devotos. ¡Acérquense más cada vez que un conflicto los quiera distanciar! ¡Amen más cuando haya menos motivos para hacerlo! Sean un reflejo del amor desmedido de nuestro Señor Jesucristo por Su Iglesia.
A los novios, ¡Sean mesurados! Pese a que van por el sendero correcto, la relación sentimental en la que se hallan no es la meta aún, esa es el matrimonio. Prosigan, mirando siempre hacia el santo matrimonio como el objetivo, ¡y no celebren antes de tiempo! El alcance del Amor de Dios se escuchó en la muerte de Cristo, que su amor se escuche con la misma intensidad hasta que ambos porten argollas, y los votos hayan sido publicados. Mientras tanto, santifíquense, a fin de llegar al altar juntos, de pie y agradecidos por llevar una relación sana pero, sobre todo, santa.
Y, a los que seguimos buscando, esperando, o sencillamente hemos aventado la toalla, estemos contentos. Las Escrituras nos dicen que nuestra felicidad no depende sino de que Dios nos sustenta. "Ya llegará" es una expresión que juega con el Plan de Dios que, en términos objetivos, desconocemos, por lo que no seré imprudente al decirlo. No obstante, Dios es un Padre Bueno y, Él mismo concede los deseos del corazón cuando uno está contento en Él (Sal. 37:4). Acerquemonos a Dios y, si está en Su Voluntad, Él nos acercará a nuestra pareja.
Y, como advertencia final. Joven hermano ¡Yo he caído contigo en las garras de la fascinación! De hecho, sería mentiroso el hombre, por más piadoso que sea, que niegue haberse fascinado por alguna joven hermosa o inteligente que haya cruzado sus cables y causádole que el corazón dé martillazos al pecho. Pero, esto no descarta que debamos respetar siempre la máxima para una relación sentimental próspera, que en ella haya tres personas, ustedes dos y Cristo en medio. Dicho de otro modo, joven hermano, al buscar pareja, o en tu vida de pareja: en Cristo, todo; sin Cristo, nada.
Si Cristo no está en el centro de la relación con tu pareja, ¡corrige tu relación o termínala! Cualquier empresa -entiéndase, acción humana- que no sea impulsada por dar la gloria a Dios (1 Co. 10:31) es vacua, infructuosa y jamás traerá verdadera satisfacción al alma. Y si tu pareja te hace escoger entre Cristo y él -o ella-, ¡escoge a Cristo sin vacilar! Ningún placer en este mundo, incluida la relación sentimental que tienes, tiene igual valor -no mencionemos mayor- que la gloria de nuestro Señor Jesucristo iluminando nuestros corazones. O ¿acaso olvidamos las letras de aquél precioso himno?: Podré reinar de mar a mar, más sin Él no hay bienestar; prefiero a mi Cristo y siempre así, Él es todo para mí.
Amados, para tener una vida sentimental próspera y placentera, debemos enamorarnos de la persona correcta. Esa persona es Cristo.
A Dios sea la Gloria.