Del rencor y el perdón…
Este mes de febrero, aparte de varias fechas nacionales y feriados por eventos cívicos, el mundo da vueltas alrededor del sentimentalismo, las emociones humanas y nuestro comportamiento frente a estos. Creo, entonces, que sería sano tomar una breve pausa a nuestra teología académica alrededor de los problemas contemporáneos y nuestra serie de estudios sobre eclesiología y pneumatología para meditar junto con los demás en las emociones y enfocarnos en lo que dicen las Escrituras sobre el carácter humano.
Esta semana en particular he dado vueltas acerca del carácter del perdón. Todos estamos en deuda con alguien y, aunque no lo queramos aceptar -la belleza del orgullo, ¿cierto?- sabemos que debemos pedir perdón. Asimismo, con dificultad olvidamos a esa persona que nos ofendió y que, aunque no lo queramos aceptar -la belleza del orgullo, de nuevo- sabemos que debemos perdonar.
¿Por qué no hacerlo? ¿Qué nos detiene a cambiar nuestra actitud hacia los demás? El título nos ayuda a ver las respuestas que propongo ahora, pues el rencor -otro nombre para el orgullo- es la fuente de todos los obstáculos que la mente se pone a sí misma para decir «no, no puedo pedir disculpas…» o «¡no! ¿por qué le perdonaría?» respectivamente.
Ahora, antes de comenzar a desarrollar mi argumento, quisiera hacer una advertencia muy precisa. Este tema es sumamente delicado y toca fibras bastante delicadas. Muchos podrían incluso ofenderse por lo que escribiré a continuación. Pese a esto, les motivo a que lo mediten profundamente, pues es la única forma en que, aquello incómodo con lo que batallamos, esa espina -o aguijón, para los lectores de San Pablo- que tanto deseamos y rogamos a Dios nos ayude a remover.
Ojalá que, en tu casa se te vaya la luz, y te quedes sin agua…
El rencor es la actitud más anticristiana que existe en la tierra, y procederé a demostrarlo.
Guardar rencor es equivalente a negarnos a ser misericordiosos y clementes. Puede compararse a aquél hombre cuyo jardín fue estropeado por los hijos de su vecino y, aunque perdonó a los pequeños -o al menos eso se quiere hacer creer a él mismo-, exige a los padres pagar la jardinería del próximo mes.
Ahora bien, ¿por qué digo que el rencor es una actitud anticristiana? En primer lugar y, en definitiva, como punto principal, porque nuestro Señor Jesucristo no nos guarda rencor en ninguno de sus oficios. El Padre no nos guarda rencor por haber pecado contra Él (Is. 43:25), sino que muestra Amor y Misericordia en todas sus promesas de restauración (2 Co. 5:19). Asimismo, no nos guarda rencor por elevar el costo de la salvación, al punto de ser la muerte del Hijo Unigénito mismo lo único en el mundo que podría satisfacer dicho sacrificio (1 Jn. 3:1 cp. Ro. 8:32). No nos guarda rencor en el Espíritu Santo, de forma que éste viene a nosotros y hace abundar su Fruto en nuestras vidas (Jn. 16:13-15). Si, a pesar de nuestras faltas, Dios nos muestra su Amor (Ro. 5:8), ¿qué sería lo contrario? ¡pues, guardar rencor! Así, entonces, se concluye lo propuesto.
Sumado a lo anterior, vale la pena preguntarse por qué es la actitud más anticristiana. Y la respuesta es sencilla. Es fácil externar, aún con hipocresía, cualquier otra virtud divina entre los creyentes. Todos podemos fingir que disfrutamos del culto, sabemos cerrar los ojos al orar, asentir con la cabeza cuando el pastor dice algo que parece interesante, o desear la paz a otros. No obstante, cuando se trata de la convivencia unos con otros, es imposible para el hombre mantener el rencor aislado durante mucho tiempo. Es como enjaular a un león o a un oso con cartón y botellas de plástico, en cuanto el instinto de atacar y vengar se active, saldrá nuevamente y se expondrá delante de todos, dejando al creyente -si lo queremos seguir llamando así- con el cinismo y frialdad de su corazón al descubierto y, eso solo concluirá con el mismo excusando sus acciones. Un corazón que no ha perdonado actúa de esta forma, suplicante por el bien propio, pero implacable contra el bien de los demás (Mt. 18:32-33).
Aquél que perdona y no olvida, realmente no ha perdonado. La raíz es, en todos los casos, un profundo enojo e indignación contra el prójimo, lo que San Juan nos dice que es equiparable con el homicidio (1 Jn. 3:15). ¿Por qué sería tan duro el apóstol? Pues, porque esto es equivalente a dejar la manzana podrida en el cesto de frutas y, lamento lo directo que puede sonar esto pero, el rencor pudre el alma de las personas y, como toda sustancia putrefacta, hiede, intoxica y mata, comenzando por el alma de uno mismo.
Si obedecemos a la imagen de un vaso frágil -imaginemos un cristal muy fino- que es lleno de la Gracia del Evangelio, el Agua de Vida (Ap. 22:17), vivir con rencor sería equivalente a introducir un veneno que, por su fuerte composición química, es capaz de convertir todo líquido, por más puro que sea, en una sustancia altamente inflamable, al punto tal que, solo hará falta una simple chispa -sea una mirada, una expresión, un gesto o incluso la ausencia de estos, así de extraña es la humanidad- para que detone en una explosión nuclear lo que antes fue un tranquilo manantial de paz. Y, aquellos que me quieran señalar de exagerado, recuerden a los dos deudores. Aquél hombre rencoroso que recibió el perdón (Mt. 18:27), en su falta de reciprocidad y amor por el prójimo, no consideró a su igual digno del mismo perdón -o de menos, una fracción (Mt. 18:28 cp. Mt. 18:24)- que él recibió (Mt. 18:30).
Nótese que no hablamos aquí del tamaño de las ofensas o nuestra interpretación de las mismas -puede que las hacemos más grandes de lo que fueron, puede que no-. Estamos únicamente hablando de lo que nace y vive secretamente en el corazón, aquello que nos reservamos para que sea revelado el día del Juicio (Lc. 12:2-3). El problema no es que haya o no haya una ofensa, sino que existe un perdón no otorgado.
“Que le perdone Dios, yo no”.
El perdón se define como la decisión de no tomar en cuenta las ofensas y agravios de otros, y se manifiesta tanto en los hechos como en la actitud del corazón. Nótese que esto, insisto, no significa que no hayan sucedido estas ofensas, ¡sino que el perdonador las trata como si no hubiesen sucedido! (Torres & Muñoz, 2020).
En las Escrituras, los vocablos que denotan la idea de perdón son, del Antiguo Testamento: kapar -que lleva la idea de cubrir-, nasah, -que se traduce como cargar o llevar [la culpa]-, salah -que directamente es perdonar y alguno que otro comentarista añade dar paz-. En el Nuevo Testamento, las palabras que tienen el sentido de perdón son charidseszai -esto es dar gracia o compasión-, y paresis -esto es pasar por alto-. (Grider, 2006). Y, de los pasajes que usan estas expresiones para hablar del perdón de Dios, todos enseñan que el perdón es completo (Os. 14:4; 2 Co. 12:13; Ef. 4:32; Col. 2:13; He. 10:17). Para prueba, cuando Jesús pasó la copa diciendo: “esto es Mi sangre del nuevo pacto, que es derramada por muchos para el perdón de los pecados” (Mt. 26:28); cuando oró en la cruz: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc. 23:34). Es claro que Dios no se deja parte del pecado para recordárselo a los hombres. Como aquél canto hermoso de Matt Papa “mis pecados decide olvidar, lanzados al mar ¡no los quiere contar! Él, siendo Omnisciente, olvida mi error”.
Ahora, ¿qué tiene que ver esto con el comportamiento humano? Bueno, el perdón implica la renuncia a toda represalia o vindicación e incluye la determinación de aplacar todo brote de resentimiento presente y futuro (Torres & Muñoz, 2020). Esta autodisciplina es a la que Cristo se refiere cuando dice que pongamos la otra mejilla (Mt. 5:38-39). Y Él mismo es ejemplo de esto pues, cuando nuestros pecados lo ofendieron y nos hicimos dignos de su Ira (Ro. 3:23), Él puso la otra mejilla en la Cruz. Por esta razón es que San Pablo lo pone a Él como ejemplo del perdón (Col. 3:13). Si Dios nos perdona en Cristo, nosotros debemos perdonar a los demás del mismo modo.
«Pero, sus acciones no fueron buenas, ¡ellos no son buenas personas!». Y ¿eso detuvo a Dios? La Misericordia de Dios ofreció perdón al Noé pecaminoso, al Abraham temeroso, al Jacob usurpador, a los hermanos maliciosos de José, y a Moisés, el hijo adoptivo de Faraón, por su homicidio (Smith, 2009). Es más, ¡te lo ofreció a ti y a mi! ¿Qué has hecho tú por Dios como para decirle, de frente, «yo merezco tu perdón»? (Douglas & Tenney, 2011). Si Él nos ha perdonado, y somos conscientes de lo que le costó a Él perdonarnos, entonces hallamos el por qué nosotros debemos responder igualmente. Es por esta razón que no perdonar a otros es uno de los pecados más serios (Mt. 18:34, 35; Lc. 15:28–30). Dios perdona los pecados del hombre por la muerte expiatoria de Cristo. Nuestro perdón es una respuesta activa del perdón de Dios reflejado en nosotros. Así, volvemos al argumento inicial del artículo, guardar rencor es la actitud más anticristiana que existe. He aquí el gran misterio del perdón: Si nosotros no actuamos como Dios al ofrecer perdón, Dios actuará como nosotros al exigir retribución justa (Mt. 18:35).
Amado hermano, si nada de esto te ha convencido para dejar el rencor y perdonar, permíteme un argumento más. Si aquél que te ofendió es creyente, entonces Dios ya perdonó a tu hermano en Cristo. Y, siendo esto verdad, ¿por qué nosotros le negaríamos algo que Dios ya le concedió? ¿somos acaso mejores que Dios? ¿más justos? ¿más santos? No hay pecado tan grande que la muerte de Cristo no pueda satisfacer (1 Jn. 1:9). Y si el Juez absuelve de culpa, ¿quienes somos nosotros para decirle «esto no aplica en mi jurisdicción»? Eso solo sería evidencia de que, en nuestra vida nosotros somos los jueces, no Dios y, ante ello, que Dios tenga misericordia de ti, mi amado hermano (Ro. 1:21-22, 29-32).
Disculpas ¿públicas? No, perdonando en privado.
No podemos obligar a nadie a perdonar, o a pedir perdón. Tales acciones requieren humildad y amor, respectiva y complementariamente. Lo que sí podemos hacer es perdonar nosotros y, cuando sabemos que pecamos contra nuestro hermano, pedir perdón. Y no es una indirecta para nadie que pueda estar leyendo esto pero, si lo lees, amado hermano, es por Providencia Divina, el Señor no le está hablando solo al autor del artículo, sino al lector.
Solo me queda repetir las palabras que hemos estudiado hasta aquí, ¡pide perdón y perdona! Solo los misericordiosos hallarán Misericordia (Mt. 5:7). No guardes rencor contra nadie, ni tengas notas para la siguiente vez. Sé que suena descabellado para la razón, ¡pero el Amor de Cristo es todo excepto racional (Ro. 11:33)! Y si somos llamados a amar como Cristo nos ama, tenemos que aprender a perdonar como Cristo nos perdona. Si quieren saber cómo nos perdona Cristo todos los días, respiren profundamente, luego comprendan que fue la Obra de la Cruz la que nos permite la vida misma para seguir en esta tierra y la seguridad de que llegaremos a la Gloria Eterna. ¡Aún más! A pesar de nuestros pecados, Abogado tenemos (1 Jn. 2:1) y ¡podemos acercarnos confiadamente a Aquél a quien ofendimos! (He. 4:16). Una vez más, ¡pide perdón y perdona!
Valdría la pena considerar una excepción que llegó a mi meditación en la semana. ¿Deberíamos pedir perdón por aquello que no hicimos, o por algo que no sabemos si hicimos? Pienso que la respuesta depende. Si bien, en principio, la norma debe ser un «sí, debemos pedir perdón, porque a veces no conocemos las consecuencias de nuestras acciones», también es importante considerar a quién le pedimos perdón. Puede que nuestro hermano o hermana esté buscando el perdón como una forma de atención a su persona, tanto que pedirle perdón sería alimentar su orgullo, haciéndole tropezar antes que edificarle. O puede ser también que nuestras acciones fueron malinterpretadas, de modo que nosotros no cometimos mal alguno. Por algo Dios nos obsequió una conciencia con la cual podemos reconciliarnos con nuestros hermanos (Mt. 18:15), usémosla para meditar en lo que hicimos -u omitimos- y, con un corazón agradecido con Dios, pidamos perdón y perdonemos.
Otros casos existen, cada caso es distinto. No obstante, como medicamento eficaz, el perdón los soluciona todos. Y, podríamos excusarnos cada vez, diciendo que no sabemos cuándo y como perdonar o pedir perdón, pero el cristiano tiene la mente de Cristo (1 Co. 2:16) de modo que, aquél que no actúa en tanto al perdón es por orgullo o por resentimiento, pero jamás por ignorancia. Amado hermano, sin miedo a repetirme lo diré una vez más, ¡deja el rencor y el orgullo! ¡Sé como tu Señor! ¡De una buena vez, perdona y pide perdón!
A Dios sea la Gloria.
Fuentes de Consulta.
Torres, K., & Muñoz, M. (2020). Base de datos de la Guía de Consejería (S. Martínez & T. Segar, Eds.). Editorial Tesoro Bíblico.
Grider, J. K. (2006). PERDÓN. En E. F. Harrison, G. W. Bromiley, & C. F. H. Henry (Eds.), Diccionario de Teología. Libros Desafío.
Smith, T. L. (2009). PERDÓN. En R. S. Taylor, J. K. Grider, W. H. Taylor, & E. R. Conzález (Eds.), & E. Aparicio, J. Pacheco, & C. Sarmiento (Trads.), Diccionario Teológico Beacon. Casa Nazarena de Publicaciones.
Douglas, J. D., & Tenney, M. C. (2011). PERDON. En J. Bartley & R. O. Zorzoli (Eds.), & R. J. Ericson, A. Eustache Vilaire, N. B. de Gaydou, E. Lee de Gutiérrez, E. O. Morales, O. D. Nuesch, A. Olmedo, & J. de Smith (Trads.), Diccionario biblico Mundo Hispano (Novena edición, pp. 574-575). Editorial Mundo Hispano.