Catolicofobia.
Los protestantes tenemos un profundo celo, descontento, desprecio y hasta miedo hacia la iglesia de Roma. Como Lutero, puede que seamos celosos por ver a la iglesia que fue fiel a la causa cristiana durante casi ciento ochenta años, caminar poco a poco hacia un barranco del que cayeron y que aún no se han podido -o querido levantar-. Como la Iglesia de Inglaterra, puede que tengamos un descontento por la forma en que ellos se condujeron en un principio y que, ahora que no les parece convenir, han dado un giro político y doctrinal que nada tiene que ver con Cristo. Como los fundamentalistas, puede que le tengamos desprecio por ser el nido de varias doctrinas que son totalmente opuestas a las Escrituras y que, aunque de algunas se han retractado, de otras se afirman como si Cristo mismo las hubiese dicho, pervirtiendo la fe «una vez dada a los santos». Y como los neobautistas, metodistas y pentecostales, puede que le tengamos miedo por teorías e ideas algo interesantes, como que «el Papa es el anticristo de Apocalipsis 13» -por cierto, no lo es- pero que nos remiten a pensar que Roma no solo es una secta teológica, sino un plan del nuevo orden mundial.
Sin duda, razones para tener algo con Roma sobran. Claro debe quedar que ellos mismos no parecen apoyar su propia causa y, sinceramente «la iglesia no es perfecta» no parece ser suficiente argumento para encubrir sus errores que han costado hasta vidas. No obstante, debemos también, como protestantes, reconocer que nuestra separación de la iglesia romana ha llegado al extremo de entendernos en el extremo opuesto de la habitación, como si ellos fuesen el enemigo a vencer -olvidando así que son el campo a cosechar, la mies a recoger-. Y, como consecuencia de lo anterior, la postura general hacia el catolicismo romano ha pasado a ser una condena asegurada para todo aquél que profese dicha fe.
Personalmente creo que no debería ser así. Pienso que Roma sí, ha cometido errores y sí, enseña una lista de barbaridades que no comparto; así como no comparto la ciega admiración por el Estado de Israel, el sensacionalismo emocional, la revolución apostólica y otras cosas que podemos ver entre los círculos ‘protestantes’. Entonces, aunque Roma es un caso muy particular, pienso que muchas de las cosas que tenemos en contra de ellos realmente no son posturas válidas, sino preferencias personales, descontentos, desprecios o hasta miedo. El día de hoy, si me lo permiten, me gustaría que exploremos un poco más acerca de esto.
La tradición no es infalible, pero tampoco es ocultista.
Roma no es perfecta, pero tampoco podemos condenarlos por asuntos no-fundamentales. Recordemos que la salvación no viene por vestir o no vestir túnicas al rendir un culto, tampoco por la música de órgano y los cantos gregorianos -que quizás su humilde servidor disfruta escuchar- o por recitar el Padrenuestro en latín -aunque no falta el hermano que quiere presumirnos sus tres días estudiando una lengua muerta-. La salvación es provista por Cristo, en Cristo y para la Gloria de Cristo (Ro. 11:36), no como algo unicitario, porque la obra es Trinitaria (Gal. 4:4-6) pero, sí afirmando que no importa si venimos de traje o con túnica, adoremos en una catedral o en una bodega, cantemos con un órgano o con una guitarra, hablemos chino o castellano, la salvación es por la fe en Cristo (Ef. 2:8-9).
Así, debemos aceptar que, si católicos y cristianos compartimos la misma teología acerca de la Salvación solamente por la fe en Cristo Jesús, solo por Gracia Divina, para la Gloria de Dios solamente, entonces ellos podrían ser nuestros «hermanos en la fe en Cristo Jesús» y, cito mis palabras al comienzo “[no] podemos condenarlos por asunto no-fundamentales”. Quizás no nos gusten sus liturgias, rezos o arquitectura; quizás el incienso o el uso de artefactos de metales brillantes es innecesario; quizás sea incómodo ver cruces por todos lados para algunos, pero si ellos llegan a creer en nuestro Salvador y Señor Jesucristo como la Única, Eterna y Suficiente Fuente para la remisión de todos sus pecados, entonces son nuestros hermanos.
¿Qué nos detiene, entonces, de correr al Vaticano y orar junto a Francisco e invitarlo al culto dominical en nuestra iglesia local? Es precisamente lo que estudiaremos a continuación.
Por cinco razones (aún) no son nuestros «hermanos».
Debo comenzar diciendo: «Son más». Sin embargo, el objetivo de enlistar nuestras diferencias con Roma no es lanzar un escrito con quejas y caprichos que podríamos tener y que puedan pasar como incomodidades. Como lo mencionamos antes, un católico que crea en la Obra Suficiente, Eficiente, Soberana y Eterna de Cristo será recibido por el Cordero de Dios, no como una felicitación por su fidelidad a Roma, sino como una muestra de Gracia de Jesús hacia una oveja que escuchó Su Voz, aún desde las sombras de las basílicas romanas.
Así, estudiemos cinco doctrinas que nos separan de Roma y que, el día que Roma deje de enseñarlas, pasará de ser una secta -úsese el calificativo que mejor quiera usarse- y se volverán, por Gracia de Dios, nuestros amados hermanos en Cristo -lo cual, si me lo permiten, debemos pedir, como lo hacemos con todos (2 Pe. 3:9)-.
La transubstanciación.
La Eucaristía cristiana -comúnmente llamada la «Cena del Señor»- es hermosa. La Iglesia se reúne para participar juntos de nuestro Señor Jesucristo (1 Co. 11:33), de su carne y su sangre (1 Co. 11:23-25 cp. Mr. 14:22, 24). Sin embargo, las expresiones «τοῦτό [ἄρτος] ἐστιν τὸ σῶμά μου» -esto [pan] es la carne mía- y «τοῦτό [ποτήριος εὐχαριστήσας] ἐστιν τὸ αἷμά μου» -esto [copa de agradecimiento] es la sangre mía- son causantes de suma controversia, pues mientras algunos aseguran que Cristo quizo referirse a un acto meramente simbólico y representativo, otros concuerdan que esto debe tener implicaciones mayores, tal que realmente hay más que solo un recordatorio en la Mesa del Pan y del Vino.
En especial, la Iglesia de Roma enseña que «en la transubstanciación toda la substancia del pan y toda la sustancia del vino desaparecen al convertirse en el Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Cristo. De tal manera que bajo cada una de las especies y bajo cada parte cualquiera de las especies, antes de la separación y después de la separación, se contiene Cristo entero». Una doctrina que, en términos romances, suena contemplativa, misteriosa -en un buen sentido- y de muy alto valor teológico, casi que divina. No obstante, nada puede estar más lejos de la realidad. Roma se equivoca en la doctrina de la transubstanciación.
Simplemente observemos la historia. Los grandes padres de la Iglesia -aún los romanos- antes del s. IX -la transubstanciación fue introducida formalmente en Roma en 1215- no habían ni siquiera considerado a los elementos como divinos o, cuya sustancia se transforme en aquella del Hijo de Dios. El primer rasgo histórico explicito de la transubstanciación lo vemos en Radbert Paschasius, quien escribe Corpore et Sanguine Domini en el 831, proponiendo que, en la Eucaristía, los elementos deben verse como la carne y sangre de Cristo mismo. Ante esto, Berengaro de Tours fue el primer defensor de la doctrina de la Presencia Real -o Espiritual, entre los círculos reformados- y que llevó el debate varios años hasta Trento, cuando Roma oficializaría su postura mediante una resolución eclesial en 1563.
Otro problema sistemático se halla en la postura ontología del pan -es decir, el elemento en sí mismo-. En otras palabras, si Roma está en lo cierto al decir que el pan sustancialmente se convierte en la verdadera carne de Cristo, a pesar de los accidentes -los elementos visibles, el sabor, el olor- del pan, entonces técnicamente ese pan es digno, en sustancia, de nuestra adoración, violando el tercer mandamiento (Ex. 20:4-5). Si lográramos hacer gimnasia teológica para argumentar que no lo es -porque muchos lo han intentado, finjamos que tienen razón-, entonces otro problema aún más grave viene a presentarse, pues la transubstanciación implica la expiación por el comulgante, posicionando la obra magnífica de la Cruz ‘una vez y para siempre’ (He. 10:12) en una necesidad casi que semanal (Sunn, 2021).
Y no se me malentienda, no que sea malo comulgar cada semana, sino que, bajo este pensamiento, un incrédulo, mientras vaya fielmente cada semana a comulgar, bajo el argumento romano, técnicamente Cristo le extiende gracia temporal. Esto destruye la necesidad de la Gracia Soberana (Ef. 2:8-9) y lo convierte en limosnas al mendigante.
Si Roma diese un paso atrás y volviese a las doctrinas históricas de la Cosustanciación -Cristo no está en los elementos, sino con los elementos- o la Presencia Espiritual -Cristo esta presente en los que participan de y con los elementos-, sin duda muchas controversias teológicas quedarían resueltas. Muchos cabos respeto a la eucaristía seguirían desatados, pero al menos no estaríamos, como algunos fundamentalistas lo dicen «crucificando a Cristo en cada misa».
La autoridad del Papa, los concilios y el actual Catecismo de la Iglesia Católica.
El Papa es una figura controversial. Si bien, muchos podrían estar totalmente opuestos al papado -más en las denominaciones derivadas del metodismo y el fundamentalismo- otras denominaciones tienen una estructura similar a la institución papal sin siquiera detenerse a observar esta curiosa casualidad. Como ejemplo, los bautistas clásicos generalmente tienen una estructura de iglesias semi-independientes, que son voluntariamente afiliadas a una sociedad -o convención- gobernada por un colegiado que encabeza un presidente. Bastará sustituir el término presidente por ‘Papa’ et voilá, los bautistas ahora son católicos.
El papado tiene sus beneficios. Durante los primeros siglos, específicamente en el primer siglo, el que es históricamente considerado el cuarto Papa de la Iglesia Católico-Romana, fue de hecho un ávido defensor de las causas con las que cualquier protestante se identificaría. Se podría decir que el cuarto Papa católico fue, en realidad, el primer papa protestante -Clemente de Roma, para quienes quieren nombres-.
Entre las funciones del Obispo de Roma se encontraba el cuidar de las demás iglesias (Gal. 2:9-10; 2 Pe. 1:1, 12), velar por predicar y preservar la sana doctrina en su estado más puro (Mt. 28:18-20; Hch. 1:7-8; 2 Pe. 1:15) así como señalar y condenar todo aquello que se levantase contra la Palabra de Cristo (2 Pe. 2:17, 19; 3:2). El papado, entonces, suena como una noble misión cristiana, y no la monarquía teocrática que vemos hoy en la capital italiana.
No obstante el papado, desde el día en que se dio cuenta del poder que podía adscribirse a sí mismo -para quienes no me crean, una breve lectura al Dictatus Papae debería ser suficiente-, la misión cristiana pasó a segundo plano para convertir su silla oficiante en un trono de negocios. No por nada la historia nos narra que, de los grandes conflictos en Europa, al menos en dos terceras partes la figura del papado jugó un papel casi que esencial al momento de los resultados.
Sin embargo, dejemos por un momento el asunto político -si es que fuese posible- para centrarnos más en su poder eclesial, es decir lo que éste puede hacer dentro de la iglesia como institución. La biblia no dicta, aún si creyésemos en el papado petrino (Mt. 16:19; Hch. 2:14; 2 Pe. 2:17), que el apóstol tenía autoridad para modificar doctrinas, deliberar judicialmente en asuntos de práctica -o aún de fe- ni mucho menos para titularse Vicario de Cristo o Pontífice.
Sin duda, Roma ha llevado el traje blanco y las mitras doradas muy por encima de los límites tolerables por una iglesia sana, bíblica. Personalmente, no estoy en contra de la posición, forma de elección, influencia dentro de la iglesia organizada o responsabilidades iniciales del papado, aún podríamos defender que es un oficio necesario -todas las iglesias tienen un pastor humano y terrenal, ¿no es verdad?-. Sin embargo, la autoridad que la Iglesia de Roma le ha dado al Papa es comparable no con la de un monarca constitucional, sino casi que absoluto. Notarán que este párrafo no tiene referencias bíblicas, ¡y es porque en ningún lado de la Biblia podemos hallar un pasaje remoto que pueda justificar semejantes acciones!
Ahora, el título dice “Papa… concilios y el… Catecismo”. “¿Dónde están «los concilios y el catecismo»?” podrán preguntarse con justificada razón. Sucede que los concilios no son malos, aún tenemos registros de uno en la temprana iglesia cristiana (Hch. 15:6, 22-23, 25) y del catecismo, ¡qué decir! Es un mandato mismo de Cristo (Mt. 28:20). No obstante, el problema es cuando ponemos figuras humanas -incluyendo resoluciones humanas como los concilios y los catecismos- por encima o incluso a la par de la palabra profética más segura (2 Pe. 1:19-21). Roma comete un error grave al no hacer eco a uno de los cantos de la reforma «ad fontes» -a la fuente, haciendo referencia a las Escrituras- que es realmente un eco de la profecía de Isaías y que, así como en tiempos del profeta debemos aceptar que, si Roma no vuelve a la Ley de Cristo como fuente al menos primaria y última -como el caso de la iglesia Luterana y Anglicana, amados hermanos nuestros en Cristo- entonces «no hay para ellos amanecer» (Is. 8:20).
La existencia del purgatorio.
Debo reconocer que el purgatorio tiene lógica en el razonamiento humano. Si un hombre muere sin pecados mortales pero con veniales inconfesos -lo que sea que eso signifique pero, entiéndase “pecados pequeños”-, es lógico que deba purgarlos antes de ser santificado plenamente y entrar a la Santísima Gloria de la Presencia de Dios. Sin embargo, no hay fundamento bíblico ni histórico para esto y, ¡gracias a Dios que esto es así! Y los motivos detrás de agradecer por su no-existencia son bastante profundos, veámoslos.
En primer lugar, debemos entender que hablamos de un tema de Escatología Personal -es decir, qué le pasa al hombre, como individuo, al momento de su muerte-. Este tema, por definición está fuera de nuestro alcance pues, fuera de Lázaro, Tabita y otros pocos más, no tenemos testigos oculares de qué y cómo es la vida después de la muerte. Dicho lo anterior, entonces, cualquier argumento, opinión y/o conclusión a la que se pueda llegar sobre el cielo, el infierno o lo que suceda después de la muerte y que no esté sustentado por las Escrituras debe ser desechado o, cuando menos, sometido a un muy estricto escrutinio (Hch. 17:11).
La doctrina del purgatorio comenzó realmente como un teologúmeno, es decir, una postura teológica que no es doctrina aceptada y que los feligreses tenían la libertad de creerla o no. Sus primeros esbozos y comentarios pueden ser rastreados incluso hasta el primer siglo, donde Clemente de Alejandría y Orígenes se destacan, por mencionar a algunos padres apostólicos. En otras palabras, un cristiano que creía que había una pena por pecados veniales después de la muerte no era acusado de negar la Suficiencia de la Expiación de Cristo, mientras que un cristiano que no lo creía no era tachado de hereje. No fue sino hasta tiempos de Gregorio el Grande (540 d.C.) que Roma comenzó a catequizar -enseñar- como doctrina, finalmente volviéndola canónica en 1245, durante el Concilio de Lyon I.
Sinceramente, la historia no da rincón alguno para que Roma pueda conservar su enseñanza sobre el purgatorio. Si bien, tanto los papas Juan Pablo II y Benedicto XVI -principalmente JPII- fueron muy ecuménicos cuando hablaban a las masas sobre el purgatorio, su adhesión a dicha doctrina persiste y, la Reforma Protestante nació, más que cualquier otra controversia, sobre el particular caso del abuso de las penitencias e indulgencias emitidas para librarse del purgatorio, al punto de que Lutero, Calvino, Knox, Teodoro, del Corro y muchos otros grandes hombres predicaron en una definitiva y concluyente oposición a la doctrina del purgatorio. La base doctrinal es una sola, el Sacrificio de Cristo fue/es perfecto (He. 9:11-15), librándonos de todos nuestros pecados (Sal. 103:12) pasados, presentes y futuros (Col. 1:13-14), mortales y veniales (Ro. 8:1-2), una vez y para siempre (He. 10:12). En palabras del Salvador mismo, τετέλεσται («ha sido terminado», Jn. 19:30).
El purgatorio, entonces, no es un lugar que esté definido en las Escrituras, no es un lugar que concuerde con las enseñanzas sobre el Sacrificio de Cristo, y definitivamente no ha sido sostenido por la iglesia universal fuera de Roma. Deben retroceder en su enseñanza que, debemos ser honestos, se debe catalogar -por no decir profundiza- en lo herético. Solo dejando por completo la doctrina del purgatorio por falta de fundamento bíblico y, como si eso no fuese suficiente, por simple conciencia histórica de su abuso, podríamos abrazar la escatología personal del catolicismo romano, antes no. Decir que hay purgatorio es decir que Cristo no terminó su Obra y, no sé qué romano está conscientemente dispuesto a ir ante el Trono de la Gracia para decirle a Dios «tu Obra no fue suficiente».
La «delgada» línea entre veneración y adoración -u orar a los santos-.
La postura de la veneración a los santos está erigida sobre dos pilares fundamentales de la fe cristiana estas son: Que los santos que ya están en la gloria deben conocer activamente nuestra actual militancia (Ap. 5:9-10) y, que pueden interceder -e interceden- delante de Dios por nosotros (Ap. 8:4 cp. Lc. 15:7). Ambas verdades son halladas dentro de las Escrituras -con sus tenores, lo debo aceptar-, y por lo tanto, no podemos negar la doctrina de la intercesión de los santos. No obstante, Roma ha hecho las cosas que solo Roma sabe hacer con una doctrina tan hermosa.
En primer lugar, debo aclarar que el concepto «santo» no es incorrecto. Por el contrario, la iglesia haría bien en reconocer la actual posición triunfante de aquellos que nos precedieron por medio de la victoria en Cristo (Ap. 12:11) de modo que usos como «San Mateo», «San Juan», «San Agustín» o «San Martín» no deben ser vistos como erróneos -o que persiguen divinizar al portador del título-, sino que reconocen la Obra del Espíritu Santo en estos hombres que, a pesar de sus faltas y pecados, el Señor los llevó a la perseveración hasta el final, de modo que tienen un galardón, una recompensa, un reposo y un reconocimiento, quedándonos a nosotros un ejemplo de hombres y mujeres (1 Co. 11:1).
Bajo la premisa anterior, Roma ha tomado el negocio -porque otro nombre no puede llevar- de promover una doctrina inexistente de que debemos pedirles a ellos -es decir, a los santos- que pidan por nosotros. De aquí se desprenden las prácticas que incluyen objetos de veneración como reliquias, veladoras, dijes, amuletos, entre muchas otras cosas que, no parecen otra cosa que vil simonía (Hch. 8:18-19). Sin ningún fundamento bíblico -aún más, con argumentos en contra de esta práctica (1 Sa. 28:10-11)- invitan a los creyentes a comunicarse con los «santos difuntos» para que éstos intercedan.
Pareciese que Roma ha olvidado que sí, los santos interceden, pero ante Cristo (Ap. 6:9-10) pues, Él es el Único Mediador (1 Ti. 2:5), al tiempo que, si a alguien debemos acudir para pedir que interceda por nosotros, debe ser al Espíritu Santo, quien activamente intercede por nosotros (Ro. 8:15, 26). Al mismo tiempo, no parece que haya una base histórica fundamental para argumentar que orar a los santos sea algo practicado por la Iglesia, mucho menos es posible hallarlo en las Escrituras. De este modo, sí que reconocemos que los santos hoy interceden delante de Dios por nosotros, pero no de forma tal que nosotros podamos acercarnos a pedirles favores. ¿Qué clase de nepotismo espiritual se busca? ¿Acaso existe un tráfico de influencias celestial?
Aquí, bajo lo discutido, he de incluir también toda la Mariología que deriva de su «obra intercesora». El usar nombres que la deifican y que exaltan su intercesión activa -real, pero indistinguible entre todos los demás santos en gloria- es idolatría y, por lo tanto, herejía. María jugó un papel vital en la historia de la salvación y, sí, fue madre de Aquél que reina por los siglos; pero eso no la exentó de necesitar la salvación. María, por Obra y Gracia del Espíritu Santo, dio a luz a su propio Salvador (Lc. 1:46-48 cp. 2:13-14, 19).
Roma, entonces, debe dejar la doctrina de la oración a los santos y, como conclusión necesaria, su veneración. Tómese el ejemplo de nuestros hermanos anglicanos y presbiterianos quienes, cada día marcado en los calendarios litúrgicos, éstos oran a Dios pidiendo «seguir el ejemplo de [su] siervo, San…». No más. Eso es verdadera reverencia y respeto a los santos sin caer en idolatría. Cuando Roma deje de vender yesos milagrosos -metafórica y literalmente- podremos llamarles «hermanos en Cristo».
La «regla» del celibato sacerdotal.
El celibato es la renuncia voluntaria al matrimonio para observar la castidad durante el ministerio. Ésta práctica tiene, de hecho, fundamentos bíblicos que no pueden negarse de ningún modo (Mt. 19:12; 1 Co. 7:7-8, 32-35), de forma que, por más sorprendente que esto suene, Roma tiene un gran punto a favor al defender la virtud del celibato dentro del ministerio cristiano.
La enseñanza de la virtud del que “se guarda para el Señor” nace con Tertuliano y Orígenes, durante el tiempo mismo de los apóstoles de Jesucristo. Y tiene todo el sentido del mundo que sea tan antigua. Si bien, el monasticismo tal y como lo conocemos -es decir, medieval, escolástico- realmente es una práctica nacida casi al mismo tiempo que los padres de la Iglesia, siendo que los ‘grandes de Capadocia’ -San Gregorio de Niza, San Gregorio teólogo y San Basilio ‘el grande’- fueron ávidos promotores de lo anterior. Entre el fundamento bíblico, la historicidad de la enseñanza y la nula objeción de las iglesias de Asia y Europa, no nos debe sorprender que Roma canonizara esta enseñanza muy tempranamente, en el concilio de Cártago, apenas corriendo el año 390 d.C., sumado al Directa emitido por el papa Siricius (c. 385).
Si puedo hacer una breve apología en defensa del celo romano por el celibato, considero que es importante que el pastor cuide de sus ovejas. Pensémoslo, ¡nuestro Señor se despojó de todo por venir por nuestro rescate (Fil. 2:7 cp. v. 5)! Cuánto más nosotros, que somos llamados a seguir su ejemplo, debemos celar el renunciar a nuestros derechos y privilegios en la carne para servir al Señor Dios, Todopoderoso. Si alguno de nosotros no tiene la fuerza para contener semejante carga en la intimidad, ¡que se abstenga del ministerio, no de la naturaleza biológica de su carne! (Stg. 3:1). Sin duda, el hombre que se mantiene en pureza para su Señor es virtuoso, y la iglesia no hace mal en promover que se persigan las semejantes entre nosotros.
Pese a ello, claro que hay un problema que debe destacarse como serio, porque el problema no es que defiendan y promuevan el celibato en el ministerio -de hecho, coincido con Roma cuando afirma que llegar al sacerdocio soltero compromete al sacerdote a mantenerse en dicho estado-, el problema es que esto es considerado una regla inquebrantable, lo que definitivamente debe entenderse como los mandamientos de hombres que el Nuevo Testamento nos advierte con severidad y firmeza (1 Ti. 4:3). Si Roma sigue enseñando mandamientos de hombres como normas dictadas por Dios es un evangelio diferente, y no pueden ser nuestros hermanos (Gal. 1:6-9).
Preĝu, preĝu pro la Eklesio en Romo.
Al final, amados hermanos, mi deseo no es que se convenzan de que Roma es un lugar seguro -porque no lo es-, ni tampoco que debemos abrazar todas sus enseñanzas como sanas -porque no lo son-. Sin embargo, Roma se ha acercado a la iglesia protestante con brazos abiertos durante los últimos cincuenta años y, el lamentable radicalismo de algunos que no parecen querer perdonar como Él nos ha perdonado ha conseguido que ésta se vuelva a alejar. Nuestro odio, resentimiento o miedo al catolicismo no termina de permitir que nos sentemos a la mesa y, con Biblias abiertas, podamos hacer lo que los apóstoles hicieron en Hechos 15, conciliar en Cristo.
Roma ha sido, es y será un caso difícil para la iglesia cristiana. Sin embargo, recordemos lo que hoy estudiamos, no como para cambiar todo Roma -aunque confieso que es un deseo de algunos de nosotros- sino para que lo tengamos presente al predicarle a un romano. La iglesia de Roma sistemáticamente está lejos del evangelio por sus enseñanzas, pero el romano de a pie -practicante, no solo profesante- tiene un corazón que busca sinceramente el cielo y el perdón eterno que solo Cristo puede dar. Hagamos la labor que Roma aún no termina por hacer, en lo que Dios hace la obra que sigue haciendo en Roma. Seamos firmes contra las enseñanzas que se oponen nuestro Señor y Salvador, pero mostremos amor a aquellos que, siendo ciegos, creen que caminan a la Luz, ¡Ayudémosles a ver al Señor Jesucristo!
Que Dios, en Su Misericordia, le conceda el arrepentimiento a Roma y, a nosotros, el amor para abrazar a los romanos cuando les compartamos de nuestro Eterno y Suficiente Salvador.
A Dios sea la Gloria.
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