Si Dios no fuese real…
Recapitulemos…
A veces es difícil hablar de Dios. Y de esas ‘veces’, la gran mayoría es porque muchos especulan que ese Ser Omnipotente y Ubicuo -omnipresente- no puede existir. Su razonamiento anula completamente la posibilidad de que Dios exista y, entonces, mencionarlo en la conversación se convierte en un suicidio intelectual, de modo que somos ignorados en el mejor de los casos, porque en otros llegamos a recibir burlas, insultos o presenciamos a seres inconscientes de sus actos -y consecuencias- blasfemando contra su Creador.
Sin duda, entonces, a muchos nos puede surgir la duda «¿podemos convencerlos de que hay un Dios en los cielos?» Y, la realidad es que no solo podemos sino que debemos, pues defender nuestra fe es nada más y nada menos que un mandato bíblico (1 Pe. 3:15 cp. Mt. 10:18-20; Am. 7:14-15; Hch. 22:1; 1 Sa. 12:7). No obstante, pareciera que cada argumento que presentamos refuerza más el pensamiento ateístico -la idea de que no hay Dios- de los incrédulos, en lugar de enterrarse en el corazón del hombre y dar fruto de vida.
Esta pregunta llegó a nosotros y, a modo de segunda parte a nuestro artículo de la semana pasada, quisiera discutir ese argumento estrella que todos buscamos para predicar el Evangelio, aquella aproximación que encierra finalmente a todo ateo y lo trae el redil de nuestro Salvador y Señor Jesucristo.
¿Hay un argumento definitivo para estar seguros de que hay un Dios?
No, pero sí. Desarrollemos.
No.
La clara evidencia de que no existe tal cosa como el argumento definitivo es que, sencillamente, no todos están convencidos de forma indubitable y final de que hay un Dios en los cielos. Hace falta únicamente ver nombres como los de Stephen Hawking, Bernard Russell, Herbert Spencer, Gustavo Bueno y muchos más que, si les preguntáramos, nos dirían que las Biblias deberían estar vendiéndose en las librerías junto a los cuentos fantásticos de C.S. Lewis o las místicas novelas de Tolken.
Es de considerarse también que la corriente modernista -un periodo de la historia que se caracterizó por enfatizar que ‘la ciencia nos guiará a la verdad’- no consiguió lo que tantos anhelábamos ver en los papeles académicos y proclamado por las universidades prestigiosas, un trabajo titulado “hemos hallado a Dios”. Por más esfuerzos que se llegaron a hacer, por más que la ciencia buscó -y aún busca- dar con la ubicación de Dios, el argumento final de la Creación, las pruebas biológicas de la resurrección, pareciera que los hombres estamos destinados a vivir siempre con algo de fe, sin las pruebas bajo nuestro control -observación sumamente importante- de aquello en lo que creemos.
Sumado a lo anterior, un sinfín de argumentos en contra de la existencia de Dios han sido propuestos con el paso de los siglos, con tal fuerza y promoción que, irónicamente, solo un milagro podría mantener vivo no solo al cristianismo, sino al concepto mismo del teísmo -es decir, el pensamiento de que ‘hay un Dios’-. No hace falta una búsqueda tan profunda por la internet para encontrarse con el famoso y mundialmente aclamado ensayo de Russell “Por qué no soy cristiano”, que muchos han adoptado como su constitución ideológica -que, adelanto, es la decisión más absurda que puede cometer el hombre que se dice ‘racional’-.
Sí.
Sin embargo, a pesar de todo lo que dijimos hace unos momentos, sí que podemos argumentar que hay una prueba definitiva y clara de la existencia de Dios, la cual nadie, en ningún rincón de este planeta y, con la cantidad de conocimiento científico que se pueda tener, podrá refutar o desmentir -porque no se puede desmentir la verdad-.
El argumento es el conocimiento de Dios mismo, pero no por su esencia -es decir, conocer por conocer- sino por sis fines -o su propósito-. En otras palabras, Dios debe existir porque solo Él puede llevar a las personas a poseer la vida eterna (Jn. 17:2; 1 Ti. 2:4), promover el crecimiento cristiano (2 Pe. 3:18) con conocimiento doctrinal (Jn. 7:17; Ro. 6:9, 16; Ef. 1:18), y con un estilo de vida perceptivo (Fil. 1:9–10; 2 Pe. 1:5), advertir acerca del juicio venidero (Os. 4:6; He. 10:26–27) y generar adoración verdadera a Él mismo (Ro. 11:33–36), cosas que sí son demostrables con hechos.
Hay una vida después de la muerte y la humanidad lo sabe, aunque la ciencia no lo pueda comprobar. Las Escrituras narran que la muerte no es sino un puente entre lo temporal y lo eterno (He. 9:27 cp. Job 19:25; Ec. 11:9; 12:14; Jn. 5:28-29; Ro. 2:5; 1 Co. 4:5). En otras palabras, aunque nuestro razonamiento no puede terminar de comprender la profundidad del misterio que es ‘el más allá’ (Ro. 11:33), sabemos -o como dicen algunos, sentimos- que debe de haber algo. Es como si hubiésemos nacido -o sido creados (Gn. 2:7)- de ese modo, como cuestionando algo que aún no hemos visto, pero que pareciera que tenemos indicios o señales de que es real (Sal. 19:1-4). Extraño, ¿no es así?
Hablando de señales, lo que refuerza nuestro argumento de que Dios es su más fuerte argumento es el testimonio que Él ha dado pues, hay un conocimiento de la obra de Dios (Ro. 1:20; Sal. 19:1-6). Quien se atreva a decir que está científicamente probado que la tierra no fue creada hace seis/siete mil años y en seis días miente, porque la ciencia se basa en la observación, ¡y nadie ha podido observar el origen del mundo! Claro, excepto Cristo, quien estuvo allí (Pr. 8:27-30; Jn. 8:58; Col. 1:15-17). Podríamos decir que la tierra conoce que hay un Dios en los cielos y toda la humanidad lo sabe, ¿quién lo habría imaginado? (Is. 11:9).
Por si esto fuera poco, hay un cambio completo en la vida de aquél que realmente es transformado por el Espíritu Santo. ¿Qué prueba más fuerte de que Dios existe que vernos al espejo y darnos cuenta de que hemos sido totalmente cambiados? La obra que sucede dentro de nosotros no puede ser interna, porque seguimos deseando volver a nuestra vida pasada (Ro. 7:15) de modo que nuestro nuevo estilo de vivir es resultado de algo distinto, como si hubiese habido un despertar (Ef. 2:1) al punto de que ya no pensamos igual (1 Co. 2:16 cp. Ro. 8:6; Ef. 4:23; 1 Pe. 1:13) ni nos comportamos igual (Mi. 4:5; Jn. 15:8; Ef. 2:10; Col. 1:10), ¡es como si otra Persona estuviese viviendo nuestra vida! (2 Co. 5:17; Gal. 2:20).
Y ¿Cómo comunicarle eso a alguien que no cree en Dios?
Ahora bien, hablar de apologética con un cristiano es como predicarle al coro, no como que el cristiano no pueda ser débil en su fe (Ro. 14:1), pero sí que el Espíritu es quien le fortalece por medio de la comunión y el estudio (Jud. 22). No obstante, no se puede decir lo mismo de los incrédulos, a quienes se enfoca la mayoría de la apologética evangelística -es decir, la rama de la apologética que busca probar con argumentos sumados a las Escrituras la veracidad de la doctrina bíblica-. Lo más probable es que, cuando escuchamos de apologética -incluyendo este artículo- pensamos en esta última rama, particularmente con el genuino y piadoso deseo de usar argumentos para finalmente convencer a esa persona por la que hemos doblado rodillas días, semanas, meses o años incluso. Quisiera, entonces, proponer una solución al por qué el/ella aún no cree, por más argumentos indubitables que están delante.
En primer lugar, existe la posibilidad de que aún no ha considerado seriamente a Dios. Hablamos de una persona que, como los atenienses, estaban buscando la verdad (Hch. 17:20) y, para ellos es solo cuestión de tiempo pues, eventualmente escucharán las palabras que les hemos compartido y que ellos buscaron aquí y allá (Hch. 17:34).
Sin embargo, la mayoría de las personas recaen en el segundo grupo, aquellos que no escuchan nuestros argumentos porque sencillamente no han querido considerar seriamente a Dios. Hombres y mujeres que están convencidos de que Dios no existe, ellos están seguros de esta ‘verdad suya’ ¡pobres almas ciegas, sin duda (Ro. 1:22 cp. Sal. 14:1)! Como aquél refrán que bien puede pasar por un proverbio milenario, no hay mayor ciego que aquél que no quiere ver (Is. 30:10-11). No tenemos otra opción ante esto que orar, pidiendo a Dios que logre lo que ningún argumento humano puede hacer, esto es, hablar a su alma (Is. 55:10-11 cp. Mt. 4:21-22). Sin dudas, un milagro que, por cierto, es otro argumento en favor de la existencia de Dios.
Entonces ¿la fe es ciega?
Queda una cosa más por agregar y esta es, ¿es nuestra fe, ciega? Y la respuesta es un rotundo «No». Los ciegos de vista no pueden ver aquello que les rodea y, aún así, saben que hay un mundo que les rodea. ¿Por que? Porque lo escuchan, lo olfatean, lo degustan, lo palpan. Así también nosotros, aunque creemos en un Dios al que no podemos ver (Jn. 4:24), en su Hijo lo podemos ver cara a Cara (Col. 1:15 cp. Jn. 1:14, 18; He. 12:2). Y sabemos que esta fe es cierta porque la escuchamos (Jn. 1:1, 14), la vivimos (1 Jn. 3:3) y la creemos. Como diría el apóstol San Pablo a los atenienses, en Él vivimos y nos movemos y existimos (Hch. 17:28).
Si Dios no fuese real… Sería catastrófico. Pero Dios es real, más real que todos nosotros (Ap. 5:3, 5-6).
Fuentes de Consulta.
Ryrie, C. C. (2003). Teologı́a básica. Editorial Unilit.
Packer, J. I. (1998). Teologı́a concisa: Una guı́a a las creencias del Cristianismo histórico. Editorial Unilit.
Hodge, C. (1997). Systematic theology. Logos Research Systems, Inc.
El Tesoro del conocimiento bíblico: Referencias bíblicas y pasajes paralelos. (2011). Logos Research Systems, Inc.