Jesús y el comunismo.
La Unión de Iglesias Cristianas Socialistas.
Un tema muy común en la historia de la política y la economía es el constante oportunismo de políticos y economistas en tratar de moralizar sus posturas a través de muy desafortunadas y erradas conclusiones eisegéticas de la Biblia, haciéndonos creer que las Escrituras nos dejan una clara directriz de cómo debería funcionar un gobierno laico. Hombres van y vienen diciéndonos ‘como dijo Jesús’ o visitando al Papa, a pastores protestantes, o cualquier otro líder religioso, con tal de justificar sus planes sociales y/o económicos.
Sin embargo, esto es esperado de los incrédulos. Lo que es realmente lamentable, es que varios pastores y maestros hayan caído en la trampa de la ‘justicia social’ como una forma de esta desmoralización de las Escrituras y lo promuevan en los púlpitos. Así, de pronto escuchamos sermones acerca de la distribución de la riqueza, la moralidad de 'éste' o 'aquél' programa económico o, lo que ha sido el colmo de esta práctica blasfema, llegar a decir que Jesucristo practicó estas teorías económicas en su ministerio terrenal.
Así entonces, tomaremos una semana más de teología histórica, sumada con la bibliología, para desmantelar la idea de que las teorías económicas nacidas en el s.XIX y practicadas en los ss. XX/XXI fueron realmente predicadas por una veintena de hombres casi dos milenios atrás.
¡Eso sí! Desde Teología para Todos aclaramos que no sostenemos que alguna postura o teoría socioeconómica sea Bíblica. Dado que las Escrituras no son un libro de teoría económica o de estrategia política, creemos y enseñamos que éstas no son producto de las Escrituras. Si bien, puede haber principios bíblicos en las estructuras socioeconómicas que hoy se implementan (o se teorizan) en el mundo, esto no implica necesariamente que sean aprobadas parcial o totalmente por el canon bíblico. De este modo, el cristiano hace bien en dar gloria a Dios por aquello donde la economía se alinea a la Ley Divina, pero es prudente en no consagrar a las mismas como una extrapolación perfecta de las Escrituras.
Adán (y Eva) Smith.
El capitalismo, históricamente, es la base económica del occidente moderno. Sea a través de la teoría clásica, neoclásica, libertaria o de cualquier otra índole, su principal proclamación es la defensa de la propiedad privada y la privatización de los bienes de producción. En sus tintes más radicales, el capitalismo proclama a una voz “vivir y dejar vivir” como un canto de la libertad plena del individuo.
Sus exponentes defienden la propiedad privada en textos que promueven la caridad y la compasión, argumentando correctamente que la caridad solo puede darse desde la propiedad privada, de otro modo es robo -porque uno no puede obsequiar algo que no es exclusivamente suyo-. Si he de encarar uno de los textos más citados para defender el capitalismo, es en la creación misma, donde Dios entrega la administración y propiedad -más adelante retomaremos esta palabra- al hombre (Gn. 1:28-30). Debo reconocer que no tengo objeción alguna a lo anterior, aunque esto no descarta algunas características que lo vuelven terriblemente antibíblico.
Libertinaje desmedido.
Muy famosa se ha vuelto la frase del Dr. Alberto Benegas Lynch (h) que proclama al capitalismo liberal como «el respeto irrestricto del proyecto de vida del prójimo, basado en el principio de no agresión, en defensa del derecho a la vida, a la libertad y a la propiedad» (Benegas). Sin embargo, esta frase realmente esconde entre sus armoniosas y libertarias letras, una muy astuta curva, pues ignora completamente la responsabilidad social colectiva.
En múltiples espacios de las Escrituras, nuestro Dios nos ha enseñado a, claro está, ser respetuosos de la vida de los demás. Sin embargo, la denuncia pública de la vida pecaminosa del prójimo por amor a su alma es el corazón del evangelista (Mt. 3:2; 4:17; Hch. 2:38; Gal. 2:11, 14). Ser irrestricto de la vida del prójimo raya peligrosamente entre la libertad que Dios nos ha concedido en este mundo y el libertinaje que Satanás predica desde el jardín del Edén (Gn. 3:5). Un alma cristiana jamás será indiferente a la enfermedad del incrédulo, sea esta física o espiritual, porque así fue/es nuestro Señor (Mt. 9:36). El cristiano está llamado a predicar el Evangelio, sea esto visto como una restricción a la libertad o no (Mt. 28:19-20).
Aprecio por la posesión y la riqueza.
El capitalismo -en una economía ideal y sana- recompensa al buen trabajador, tanto así que es común escuchar la frase popular de que «el pobre es pobre porque quiere». Ahora bien, independiente a lo erróneo de la anterior frase, el problema no reside en ver al pobre luchar por salir adelante, sino en el rico teniendo éxito sin preocupaciones. «¿Por qué?» preguntarán «¿acaso es pecado tener dinero?» ¡Y claro que no! Sin embargo, al ser un sistema que recompensa ampliamente al dueño del capital, pareciera que todo le va bien, al punto de que esto mismo es sugestivo final, pues convierte en profecía cumplida el proverbio de Agur, olvidándose del Dios que le ha provisto de su riqueza (Pr. 30:8-9a).
No hace falta ahondar tanto para hallar las múltiples advertencias que nuestro Señor hace acerca de una actitud que venere las riquezas y las vea como la recompensa de una vida correcta y moral (Mt. 6:19, 24, 33; 19:21-24; 1 Ti. 6:10, 17), finalmente recordándonos que la Provisión no es fruto merecido de nuestro trabajo, sino gracias a la Misericordia de Dios y mediante nuestro trabajo (Fil. 4:19). El cristiano sabe que el sistema puede ‘jugar en su favor’ y hacerle poseedor de mucho, pero sabe que todo esto «es como basura» a un lado de Cristo (Fil. 3:8). El banco podrá ser su bóveda, pero el Señor es su Pastor, así realmente nada le faltará (Sal. 23:1).
Individualismo humanista secular.
Muchos podrían argumentar que los anteriores dos puntos recaen en una perspectiva más individual del sistema que en el sistema ‘en sí’ y ¡tienen razón! Sin embargo, este pensamiento, en sí mismo, es la tercera razón por la que el capitalismo no puede ser considerado bíblico.
Verán, el Señor nos hizo como individuos, de eso no hay duda alguna. Sin embargo, la focalización absoluta del triunfo del individuo ha hecho que occidente deje de ver a las naciones como un pueblo bajo una bandera, para convertirse en un conjunto de individuos sin banderas y sin identidad colectiva, de modo que no hay bien común, no hay ley natural, no hay sentido nacional, solo estoy yo y el mundo gira alrededor de mi. El capitalismo no es la ausencia de la caridad, pero aún la caridad que se nos presenta es resultado del éxito personal (porque solo el empresario campeón puede donar su dinero sin sufrir pérdidas). A esto sumemos que, dado que él es el centro de su sistema, sus valores y principios son siempre correctos (porque, de no ser así, ¿cómo triunfó?); esto ha llevado al subjetivismo, al secularismo y, al mayor y más peligroso de todos los males, el humanismo. El capitalismo ‘cristiano’ en realidad es un abandono secular de Dios.
Nuevamente, sobrarán pasajes de las Escrituras por citar para demostrar que somos individuos, y que claramente esto no nos exime de la sociedad en que vivimos. Dios nos escoge individualmente y todos podemos decir «Dios mío… Señor mío» (Hab. 1:12). Sin embargo, Dios también nos ha unido a un pueblo en Cristo (Jn. 15:4-5), de modo que nuestras instrucciones como cristianos son «unos a otros» (Mr. 9:50; Ro. 12:6; 15:7; Gal. 5:13; Ef. 4:2; 5:21; Col. 3:13; 1 Jn. 3:11; Stg. 4:11; 5:11, et. al.). El cristiano que vive en una sociedad individualista y secular sabe que el capital y el éxito individual no es el objetivo de la vida, sino que ya sea que coma o beba, triunfe en sus negocios o sufra pérdidas, todo debe de ser para la Gloria de Dios (1 Co. 10:31).
San Pedro (Marx) y San Juan (Engels).
Uno de los pasajes más resonantes en cuanto a la división y distribución del capital está en Hechos 4:32, donde San Lucas nos remarca que los cristianos no proferían que algo fuese estrictamente de su propiedad, sino que «tenían todas las cosas en común». La justificación de los defensores de la política económica de izquierda está en que Jesús y sus apóstoles compartían una bolsa de dinero (Jn. 12:6) y que, probablemente esto también era transferible al campo de las propiedades dada la fuerte persecución que ellos atravesaban; de este modo, la iglesia aprendió que todas las cosas le pertenecían a todos los cristianos.
Así como lo analizamos con el capitalismo, debemos rescatar que el comunismo sí que tiene ciertas propuestas que empatan con las Escrituras. Por ejemplo, el comunismo propone que la remuneración justa y digna del trabajador (Dt. 24:14; 1 Ti. 5:18), la emancipación del jornalero (Ex. 21:2), la repartición sin interés de la riqueza (Dt. 23:24-25; 24:10), entre muchos otros principios que podríamos considerar morales. Sin embargo, hay bastantes contras que definitivamente nos hacen reconocer que el comunismo definitivamente no es una idea salida de las Escrituras.
Control del Estado.
Todos sabemos que el socialismo/comunismo que se practicó en la Unión Soviética fue una expresión del control del Estado en la vida de sus gobernados. Definitivamente, éste sistema absolutista, por más descabellado que parezca, realmente es una postura bíblica en su más puro sentido, pues Dios no fue proclamado tal democráticamente, sino que es Rey Absoluto, aunque el pueblo le deseche (1 Sa. 8:7). Sin embargo, el control que el Estado ejerció sobre las repúblicas soviéticas fue terrible, al punto de que la migración, la vivienda, la alimentación, la rendición de culto y hasta la cantidad de hijos estaba regulada con la mayor precisión y detalle. A experiencia de los que vivieron la crueldad de la guerra fría desde el oriente, es comparable al reino del terror en tiempos de Robespierre, durante la Revolución Francesa.
Amados, no hay mucho que argumentar en favor de un sistema totalitario como el de la URSS y el socialismo-comunismo. Sencillamente, las Escrituras nos instan a que seamos respetuosos de nuestras autoridades (Ro. 13:1-5), pero aún nosotros mismos hemos advertido que la ley del hombre está sometida a la ley de Dios, por lo que el Estado, por más control que quiera o pueda ejercer, debe sucumbir cuando «debemos obedecer a Dios antes que a los hombres» (Hch. 5:29). Sin lugar a dudas, poner al cristiano entre la espada y la pared en estas circunstancias habla de un gobierno enfáticamente errado y en un camino incorrecto.
Propiedad pública y privada.
Cristo comanda fielmente que sus discípulos sean disciplinados en mostrar caridad a aquellos que no tienen, vendiendo sus propiedades y compartiendo el rendimiento (Lc. 12:33). Definitivamente, esto parece un triunfo del leninismo predicado por el Hijo de Dios mismo. Sin embargo, deteniéndonos a pensar un poco, resultaría imposible mostrar caridad a aquél que tiene menos si todo le pertenece a todos ¿no es así? Si la distribución de la riqueza fuese realmente equitativa, darle limosna a alguien sería desequilibrar la balanza económica que el comunismo abraza con tanta fuerza, sumado a que es robo, puesto que estaríamos obsequiando algo que es de todos, no de uno.
Por otro lado, un texto terriblemente interpretado para defender su “socialismo-cristiano” es aquél donde Cristo sostiene que «cualquiera… que no renuncie a todas sus posesiones, no puede ser [su] discípulo» (Lc. 14:33). Si bien, este texto parece ser un sólido mandamiento contra la propiedad privada, la realidad es muy distinta. Bajo la lógica de estos hombres que hiperliteralizan a Jesús en este pasaje, entonces debemos odiar a nuestra familia y morir crucificados para poder ser discípulos de Cristo (Lc. 14:26-27). El texto realmente apunta a una idea distinta; esto es, lo que uno debe estar dispuesto a dar por la causa de la cruz, de modo que renunciar -ἀποτάσσομαι- no implica vender nuestras propiedades, sino no codiciarlas en nuestro corazón (Mt. 6:21, 24; cp. 1 Ti. 6:10).
Finalmente, hermanos míos, el gran debate de lo público y lo privado no tiene sentido cuando recordamos que Dios no le cedió la propiedad de la tierra al hombre, ¡la tierra es Suya! (Sal. 24:1-2). Por lo que, lo que nosotros peleamos como derecho de posesión, realmente debería ser por la administración de lo que es Suyo. Entonces, aquello que administramos públicamente, cuidémoslo; y aquello que administramos en privado, no lo codiciemos. Dios nos ha dado bienes privados y públicos, y lo sano no es privatizarlos todos o expropiarlos todos, sino dar gloria a Dios en todos.
Cristo, nuestra riqueza.
Podríamos estar horas y horas discutiendo acerca de las teorías económicas, buscando encontrar algún símil con las Escrituras o alguna advertencia que nos ayude a descartarlo. Sin embargo, ¿y si pudiésemos ver un sistema económico verdaderamente bíblico?
Bien, un texto de las Escrituras queda por citar, el sistema económico, político y social que realmente ha sido diseñado por el Rey. Una monarquía donde no hay instituciones sino Cristo solo. Una sociedad sin créditos ni monedas. Una administración donde solo hay una corona y millares y millares de súbditos por amor. Una extensión todo y todos somos propiedad de Uno, de Cristo. Una nación con una tumba vacía por bandera, con “¡Santo! ¡Santo! ¡Santo!” por himno, con las Sagradas Escrituras por constitución, y con el servicio al Dios Trino como nuestra diaria profesión. Amados, si buscamos el sistema económico perfecto, ¡volteemos arriba! (Col. 3:1-4) donde nos espera algo que trasciende la política y la moneda, porque hallaremos al Rey y a nuestra riqueza, recordando que el sistema económico perfecto es aquél donde el orín y la polilla no corrompe la riqueza, porque nuestra riqueza no se expresa en dinero, sino pronunciando su Nombre: Cristo, nuestro tesoro. Cristo, nuestra riqueza.
«El vencedor heredará estas cosas, y Yo seré su Dios y él será Mi hijo» (Ap. 21:7).
A Dios sea la Gloria.