Señales de un cristiano próspero.

Nadie encaja en el molde de Mr. Perfect.

Lamentablemente, tenemos la tendencia a pensar en que un cristiano que está bien con Dios es aquél que no tiene problemas con su cónyuge o sus hijos, aquél que se lleva bien con sus vecinos, aquél que acaba de recibir un aumento en su trabajo o aquél que exentó todas sus materias del colegio. A esto se suma que la percepción de la victoria también se mide por el servicio, porque pensamos que el cristiano que está en el equipo musical, el que enseña en la escuela dominical, el que predica o el que asiste a las reuniones de oración están bien con Dios y con ellos mismos, dejándonos a nosotros, mortales, en la cuerda floja de la impureza.

Ahora bien, ¿por que esto es lamentable? Sencillamente, porque este patrón utópico del cristiano perfecto es el dolor de cabeza de algunos, la depresión incesante de otros, y la meta imposible de todos. El ‘cristiano perfecto’ se vuelve un patrón que exigimos sobre nosotros mismos al grado de que, una sola mancha en el historial nos hace tirar la toalla y decir «no estoy bien con Dios, no valgo la pena». Sin embargo, nada puede estar más alejado de la realidad.

Por este motivo, desearía que rompamos el molde juntos, que descubramos qué es lo que realmente Dios demanda de nosotros y, con eso en mente, entendamos que, aún sin riquezas, aún sin “armonía universal” -o como queramos llamar al estar bien con todos- y aún con dificultades en nuestro diario vivir, somos verdaderamente cristianos prósperos.

Un cristiano próspero conoce a su Dios.

Por alguna razón carente de toda lógica, los maestros de la prosperidad, los ‘coaches’ de vida, los conferencistas y las figuras públicas que se dicen “cristianos” caen en el profundo error de hacernos creer que los laicos -aquellos que no tienen formación teológica académica- no requieren formación teológica académica. Afirman que, poner en práctica “estos cinco principios…” o “este profundo secreto…” son las únicas claves necesarias para triunfar como creyente mientras peregrinamos por la Tierra.

No obstante, necesitamos teología, amados hermanos. Ésta disciplina que se presume como exclusiva para la alta academia, es en realidad el más necesario de los conocimientos humanos (Ro. 10:14). El que conoce de teología, conoce de Dios (Jn. 5:39) y, quien conoce de Dios, sabe que puede acercarse confiadamente para ser transformado y guiado plenamente por Él (2 Ti. 3:16-17 cp. Sal. 119:11, 97). El cristiano, por el sencillo hecho de creer en Dios, ya tiene un pensamiento teológico, puede que este aún no sea profundo o entrenado, pero confesar “hay un Dios en el cielo” es hacer teología.

Pablo en su epístola a los colosenses hace una oración que contempla precisamente esto como su primera petición (Col. 1:9). Y esto no es coincidencia, ¿cómo podríamos andar en el camino de un Dios al cual no conocemos? (Ro. 10:14) ¿Por qué, si Dios nos ha iluminado con Su Luz Eterna, nos tapamos los ojos para no verlo a Él? (2 Co. 3:16-17 cp. Mt. 13:22). La primera y más grande necesidad del hombre es conocer a Dios. Fue precisamente la falta de conocer a Dios la que orilló al desconocimiento de su Ley y, por consecuencia, al pecado del hombre (Gn. 2:16-17 cp. Gn. 3:2-3). El cristiano verdaderamente próspero no es aquél que enseña de Dios, sino el que aprende de Él (Sal. 119:2).

Por otro lado, vemos a maestros -si así se les puede llamar- diciendo que ‘la teología es letra, y la letra mata’, citando erróneamente 2 Corintios 3:6 -porque el pasaje habla de la incapacidad de la Ley para salvar, no de la teología (2 Co. 3:5)-. Ellos mismos olvidan que, por más que quieran citar este texto, Cristo mismo nos mandó a estudiar Su Palabra (Jn. 5:39), y aquél que la estudia y la guarda, es bendecido y prosperado por Dios (Sal. 1:1-3 cp. Sal. 119:11, 105). Sus ideas ególatras de que sus conocimientos, consejos y conclusiones humanos son mejores que estudiar y meditar en la Palabra de Dios debería ser suficiente argumento para entender que la prosperidad no se halla en sus trilladas frases muertas, sino en la Santa Palabra de Vida (Jn. 1:4).

Un cristiano próspero actúa en su Dios.

La prosperidad humana es pobre, es efímera y paradójica. Es pobre porque sus riquezas son determinadas por los hombres -los billetes en nuestros bolsillos son papel, los números en nuestra cuenta bancaria son dígitos en una computadora- (Ec. 2:18), es efímera porque siempre habrá un hombre más feliz o más sabio que nos enterrará en el olvido (Ec. 2:16) y es paradójica porque es buscada por aquellos que no la tienen, y es desestimada por aquellos que la heredan (Ec. 2:17). Por lo tanto, obrar para construir una prosperidad en términos humanos no tiene el menor de los méritos. Nos podrá conseguir un montón de ladrillos apilados en un trozo de tierra al que llamaremos «casa», es posible que nos dé muchos papeles impresos por el banco para que mágicamente los metamos en un pedazo de plástico pero, ¿qué más consigue la prosperidad humana?

Por todo lo anterior, esforzarnos con el fin de obtener un exceso de bienes como los que promete la prosperidad humana es igualmente absurdo (Mt. 16:26). Y es importante aclarar que es el exceso lo que resulta infructuoso, porque Dios nos ha llamado al trabajo (Pr. 12:11; 14:23; Ef. 4:28; 2 Ts. 3:10). En otras palabras, la posesión de bienes no es pecaminoso, sino el atesoramiento de los mismos (1 Ti. 6:10), siendo esto una conducta inherente del hombre pecador.

En el otro extremo hallamos el gran logro de la Vida en Cristo, que es exactamente contraria a la prosperidad humana. La prosperidad cristiana es enriquecedora, es eterna y es consistente. Es enriquecedora porque ¡Vamos! ¿Qué valor podemos ponerle a Cristo mismo? Pablo mismo le dijo a los Romanos que, Cristo es de Sumo Valor, tanto que “todas las cosas” son un simple añadido, un pié de página que prende de Él (Ro. 8:32). Es eterna, bueno, ¡porque Él es Eterno (Jn. 1:1; 4:14)! Sería absurdo pensar que Aquél que hizo los cielos y la tierra (Gn. 1:1; Col. 1:16-17) algún día tendrá escasez de cualquier cosa, de modo que teniendo a Cristo, lo tenemos todo, sin necesidad de cualquier otro bien por la eternidad (Ap. 21:22-27). Y, es consistente por lo que acabamos de decir, pues es el único sacrificio que vale la pena hacer, siendo el único que cruzará el umbral de la muerte y nos recibirá en la Vida Eterna (Ap. 22:16).

Mientras que la prosperidad falsa enseña que debemos pensar -por no decir ‘declarar y decretar’- y materializar las riquezas de los cielos en la tierra, la prosperidad verdadera nos dice que debemos actuar en la tierra con los ojos puestos en el Cielo (Col. 3:1-4). Así es que no debemos actuar en función de las riquezas, de los bienes terrenales o incluso del simple bienestar, sino que nuestro actuar debe siempre obedecer la Ley de Cristo en toda integridad y lealtad, pues en Él vivimos y nos movemos y somos (Hch. 17:28). El cristiano verdaderamente próspero sabe que sus obras no son para el aumento de su chequera, sino que son para la Gloria de Dios (1 Co. 10:31).

Un cristiano próspero se fortalece por su Dios.

Una de las principales trampas de la falsa prosperidad es que el cristiano no debe enfrentar dificultades o, si éstas llegan a él, irónicamente, serán dificultades fáciles. En la sociedad contemporánea suelen llamarlo «problemas del primer mundo» porque desembolsando un número de seis o siete cifras de sus cuentas bancarias pareciera que puede resolver cualquier problema, incluso antes de que éste se presente. Entre sus problemas fáciles no se hallan el cáncer, la diabetes, las deudas crediticias, los embargos, las crisis familiares, la persecución y múltiples otros conflictos que los simples mortales enfrentamos día con día.

Sin embargo, Jesús mismo afirmó en Su Palabra que el cristiano próspero pasará por dificultades y aflicciones. Es indubitable que la prosperidad cristiana está rodeada de dificultades, no porque ésta sea mala en sí misma, sino porque las personas no entienden que todos los problemas son externos (Lc. 4:25-28). Ninguno de nosotros planea enfermarse, entrar en una deuda, contraer el cáncer o incluso morir; no son actividades que se encuentren en el plan de vida de un creyente, pero suceden. El punto aquí, entonces, no es que prosperar sea no tener problemas, sino vencer sobre ellos y, ¡qué mayor victoria que la de Cristo! (Ro. 8:26, 28, 37).

Así, el cristiano verdaderamente próspero vive la aflicción y los afanes del mundo, pero su fuerza no se halla en sus méritos propios, sino en los de Él, ¡Él ha vencido al mundo! (Jn. 16:33). No importa si el mundo entero lo abandona, Dios lo recoge (Sal. 27:10). En palabras del apóstol Pablo, todo lo puedo [soportar] en Cristo que me fortalece (Fil. 4:11-13).

Esto explica el himno de Horatio Spafford, ¿no es verdad? Su primer verso, uno de mis favoritos de toda la himnología cristiana reza “de paz, inundada mi senda esté, o cúbrala un mar de aflicción; mi suerte, cualquiera que sea diré «Estoy bien, tengo paz con mi Dios»”. ¡Gloria a Dios en las Alturas! ¡Este es el himno del cristiano próspero! Un hombre que, a pesar de las dificultades, reconoce que la prosperidad no se haya en la paz que da el mundo, sino en la paz que hay con Dios por medio de Cristo Jesús, nuestro Señor (Ro. 5:1).

El verdadero Evangelio de la prosperidad.

El movimiento evangelístico del s. XX en el continente americano, particularmente en la cultura consumista de occidente, hizo nacer el mal llamado evangelio de la prosperidad, esta idea que discutimos al principio del artículo donde la definición del cristiano pasaba de ser un hombre piadoso a un magnate millonario, de un discípulo sano a un superhombre sin enfermedades. Aún más, la perspectiva sacrosanta de los hombres ‘casi angelicales’ que no pecan nunca delante de las cámaras de televisión o detrás del micrófono del radio se volvió el estándar de vida del creyente promedio. Sin embargo, como lo acabamos de ver, esto no es la definición de un cristiano verdaderamente próspero.

El cristiano próspero es alguien que conoce a su Dios, alguien que actúa y obra con la mira en la Gloria de ese Dios y que, sabiendo que tropezará en el camino, se fortalece todos los días en ese mismo Dios, porque Dios es el todo del cristiano (Ro. 11:36). El verdadero Evangelio de la Prosperidad sí existe, pero solo existe si la Prosperidad tiene por nombre “Cristo”. Él es nuestro Gran Tesoro, Él es nuestro todo, nuestra verdadera prosperidad.

El día que públicamente anuncié mi fe en Cristo por medio del bautismo, recuerdo que el oficiante me pidió que diera un breve testimonio; y fue en ese preciso momento, durante mi testimonio hablado, que entendí la señal definitiva del cristiano que es realmente próspero: Con Cristo, aunque no tenga nada, lo tengo todo; porque, sin Cristo, aunque lo tenga todo, no tengo nada.

A Dios sea la Gloria.

Alfonso I. Martínez

Estudiado en TMAI, maestro dominical y escritor académico y de ocio, Poncho decidió fundar el ministerio de "Teología Para Todos" como una apertura e introducción de la teología académica para la comunidad laica de habla hispana, sosteniendo que ésta es esencial para el cristiano que desea conocer a Dios. Se dice discípulo de John Owen.

https://twitter.com/alfonso_ima
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